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José García Domínguez

La hispanofobia mejicana

Le guste o no a López, quien desciende en línea directa de Hernán Cortés es él. Y que lo acepte o no es un problema de su psiquiatra particular.

Le guste o no a López, quien desciende en línea directa de Hernán Cortés es él. Y que lo acepte o no es un problema de su psiquiatra particular.
Andrés Manuel López Obrador | EFE

Una de las muy contadas certezas absolutas que los historiadores poseen sobre el particularmente cruel y sanguinario imperio de Moctezuma es que ninguno de sus pobladores se apellidaba ni López ni Obrador. Ninguno. Y es que cuando Moctezuma andaba arrancando los corazones y otras vísceras de sus incontables víctimas inocentes con tal de congratularse con algún dios insaciable y atroz, todos los López y todos los Obrador que por aquel entonces ya así se hacían llamar moraban en España. Todos, sin excepción. De ahí que ver a un López Obrador reclamando hoy del rey de España excusas y gestos de contrición por cuanto aconteció en ciertos territorios norteamericanos hace cinco siglos posea la misma lógica que contemplar a, pongamos por caso, un García Dominguez exigiendo del presidente de la República de Italia su mea culpa ante el proceder de las legiones de Octavio Augusto durante las guerras cántabras, en el periodo inmediatamente previo a la construcción de la muralla de Lugo. La misma.

Porque el problema de Podemos, que ha corrido a alinearse con López como era de prever, es con España, pero el problema de México es consigo mismo, no con nadie más. Cuando Octavio mandó levantar la muralla de Lugo, España no existía. Y cuando Hernán Cortés derrotó a los aztecas, México tampoco existía. Pretender, como López Obrador y tantos otros nacionalistas mejicanos más blancos todos ellos que la leche condensada y descendientes sin excepción de criollos, que la relación de España con México se inició con la Conquista es un empecinamiento que en último extremo solo puede conducir al diván de un psiquiatra. Siguiendo con la analogía, es como si los españoles contemporáneos nos quisiésemos convencer, contra toda evidencia, de que Roma y la cultura latina nada tuvieron que ver con nuestro origen colectivo y el de nuestras señas de identidad nacionales. Pues justo eso es lo que les pasa a los mejicanos. O, por lo menos, a demasiados de ellos.

Porque, del mismo modo que se da a lo largo del tiempo histórico una continuidad evidente, clamorosamente evidente, entre lo hispano-romano y lo que acabaría dando lugar a lo español, existe una continuidad, y no menos clamorosamente evidente, al menos para cuantos no hayan optado por la ceguera voluntaria, entre el virreinato de la Nueva España y la actual nación mexicana. Una continuidad que, pese a las fantasías germinales de los López Obrador de turno, jamás se dio entre el idioma de los aztecas, la religión salvaje de los aztecas o las referencias culturales de los aztecas y el idioma de los mejicanos, la religión de los mejicanos o las muy europeas referencias culturales de los mejicanos. Le guste o no a López, quien desciende en línea directa de Hernán Cortés es él. Y que lo acepte o no es un problema de su psiquiatra particular. De su psiquiatra y solo de su psiquiatra, que no de los españoles de este lado del Atlántico. Ya se ha dicho antes: su problema no es con España, es con Freud. Con Freud y solo con Freud.

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