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Luis Herrero

Todavía hay jueces en España

El que la hace, la paga. Independientemente de que al Gobierno le guste más o menos.

No hay impunidad para los sediciosos. Uno a uno, todos van sometiéndose al rigor de la ley. Al fugitivo de Waterloo le han echado el guante al norte de Alemania mientras trataba de regresar en coche a su base de operaciones belga desde Dinamarca. Solo él sabe si era consciente del riesgo que corría durante esa excursión o si había interiorizado una falsa sensación de libertad de movimientos mientras se mantuviera al norte de los Pirineos. A lo mejor llegó a creerse que lo único que amenazaba el pleno ejercicio de sus derechos era la ominosa persecución de un Estado opresor que establece restricciones distintas a las que imperan en el resto de Europa. Si era así, ahora tiene la oportunidad de rumiar su error en la prisión de Neumünster. En Alemania, por hacer lo que él ha hecho en España podría caerle cadena perpetua.

El resto de los fugados ya saben lo que les aguarda antes o después. Clara Ponsatí ya siente en la nuca el aliento de la policía escocesa. Si Marta Rovira pensaba que yéndose a hurtadillas podría ejercer el papel de buena madre que según ella le movió a espantar la amenaza de la cárcel, que sepa que esa amenaza pende sobre su cabeza y que antes o después caerá sobre ella con amarga contundencia. No existe el crimen perfecto. La maquinaria de la justicia es lenta pero inexorable.

En plena onda expansiva del Llarenazo, un amigo mío que no tiene un pelo de tonto se lamentaba de que la situación creada pudiera llevarse por delante a los dos partidos que hasta ahora han soportado gran parte del peso del Estado. No dejaba de preguntarse en voz alta, como si toda la esperanza que cabía en su ánimo pendiera de un hilo, quién protegerá los intereses nacionales tras la debacle electoral que según todos los pronósticos le aguarda al bipartidismo en cuanto se habiliten las urnas.

Mi primera reacción fue la de poner cara de deudo. Sus palabras sonaron tan graves como el pronóstico fatídico de una enfermedad terminal. Luego, tras la digestión del primer impacto, me quedé mirándole con cierto candor. Lo que más me sorprendió no fue su falta de confianza en la alternativa electoral que pueda emerger después de las elecciones –algo comprensible, después de todo–, sino el hecho de que hasta ahora hubiera visto bien protegido el interés nacional por los partidos de la alternancia. Mi respuesta fue fulminante: los protegerá –le respondí– la Justicia. Exactamente igual que hasta ahora.

Forifismos aparte, ¿alguien puede creerse en serio que la acción conjunta de PP y PSOE ha sido el baluarte que ha frenado de momento el arreón separatista? No lo digo yo, lo ha dicho Llarena en el auto de procesamiento que dictó el viernes contra los cabecillas de la rebelión: "no ha sido el artículo 155 de la Constitución lo que ha interrumpido el desafío independentista". El libro blanco de 2014 ya preveía que el Estado pudiera intervenir el autogobierno catalán y para ese caso "había diseñado un plan de movilización de la sociedad civil" para que que la ANC, Ómnium Cultural y compañeros mártires –eso lo digo yo, no el juez– tomaran el relevo institucional en la tarea de conseguir la independencia.

Es más: según Llarena, el ataque al Estado que hasta ahora ha llevado a la cárcel a diez dirigentes del procés, ha obligado a huir del país a otros seis y ha desembocado en el procesamiento de once más "puede estar en desarrollo por más que se encuentre puntualmente larvado (...) La estrategia y las funciones interrumpidas por el 155 parecen estar latentes y pendientes de reanudación una vez que se recupere el pleno control de las competencias autonómicas".

Como se ve, el auto judicial que conocimos el viernes no sólo es duro con los sediciosos, también lo es con quienes diseñaron la estrategia política para hacer frente a la rebelión. Ni el 155 ha servido para detenerla, ni las ganas que demuestran el Gobierno y sus socios por interrumpir su aplicación son presagio de nada bueno. Los conjurados seguirán a lo suyo en cuanto vuelvan a tener el control de las instituciones catalanas y en el entreacto trasladarán a la calle todo el peso de la acción independentista.

Hay una consideración que rara vez hacemos al analizar los hechos más relevantes ocurridos durante el último año en el ámbito catalán: aunque el artículo 155 no se hubiera aplicado, los diez presos –Puigdemont incluido– estarían donde están, los siete fugados buscarían en balde un refugio por Europa y el resto de los procesados se enfrentaría al mismo pliego de cargos que ahora oscurece su horizonte penal. Las decisiones judiciales que han provocado encarcelamientos, huidas y autos de procesamiento a granel no tienen nada que ver con la excepcionalidad constitucional promovida por el Gobierno.

Y sin embargo son precisamente esas decisiones judiciales, y las consecuencias que éstas han provocado, las únicas medidas de protección que los ciudadanos perciben como tales. El que la hace, la paga. Independientemente de que al Gobierno le guste más o menos. Aunque parte de la Oposición eche las muelas. A pesar de que miles de manifestantes inunden las calles clamando por la impunidad. Eso es exactamente lo que significa tener un Estado de Derecho.

Los partidos de la alternancia, los dos baluartes clásicos del bipartidismo que ha caracterizado la política española desde 1977, no han sido parte de la solución, han sido en buena parte artífices del problema. Su complicidad, por acción y por omisión, ha sido determinante en la jibarización progresiva de la testa del Estado en Cataluña. De esos polvos, estos lodos. ¿Que quién protegerá los intereses nacionales cuando populares y socialistas paguen el castigo de sus pecados? Los mismos que, mal que bien, los ha protegido hasta ahora: los jueces. Mientras los políticos no logren impedirlo, claro. Eso no es judicializar la política (malamente se puede judicializar algo que no existe), sino promover el respeto a la ley.

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