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Mikel Buesa

A propósito de la corrupción política

Los ciudadanos no castigan electoralmente a los políticos corruptos.

La corrupción política, según muestran los sondeos regulares del CIS, constituye una de las principales preocupaciones de los españoles. Sin duda la crisis económica ha dado alas a ese fenómeno, sobre todo porque muchos ciudadanos empobrecidos por el desempleo o los ajustes de rentas comparan su situación con la de personajes enriquecidos por cohechos, prevaricaciones, corruptelas y malversaciones de toda índole a la sombra del poder. Y responde, también sin duda, a la putrefacción que, con la euforia especulativa anterior al descalabro financiero, se fue extendiendo sobre la geografía española, anidando en todo tipo de instituciones hasta llegar a las más prominentes, tal como los numerosos expedientes abiertos por el poder judicial en estos últimos años han hecho ostensible con concluyente precisión sumarial.

En la última semana han desfilado por el Congreso de los Diputados eminentes juristas con objeto de asesorar a los representantes populares acerca de las medidas legislativas que pudieran emprenderse para atajar tan relevante problema. El fiscal general ha advertido a este respecto que la corrupción constituye "un ataque demoledor a los pilares del Estado de Derecho" cuyos devastadores efectos pudieran acabar extendiéndose hasta justificar, en la mente de los ciudadanos "el fraude tributario o a la Seguridad Social". Y otros expertos han recomendado modificaciones legislativas en lo referente a los altos cargos políticos, la financiación de los partidos, las sanciones penales y las normas procesales de la justicia.

Sin duda, este tipo de propuestas es pertinente para abordar con decisión el problema y castigar a quienes, ostentando el poder, han abusado de la confianza depositada por los ciudadanos, lográndose así que, como también ha indicado Eduardo Torres Dulce, la acción de la justicia evite cualquier impunidad. Sin embargo, el catálogo que los juristas han desplegado ante el Congreso no ha puesto ningún énfasis sobre distintos aspectos del sistema político que, de acuerdo con investigaciones realizadas por economistas y sociólogos, inciden de manera fehaciente sobre la corrupción. Por ejemplo, esos trabajos han destacado que el nivel de transparencia institucional guarda una relación inversa con ella, lo que abre un amplio terreno para obligar al cambio en la gestión de las Administraciones Públicas y en los procedimientos de decisión política. También han puesto de manifiesto que la corrupción encuentra más oportunidades cuanto mayor es la fragmentación del electorado y, en consecuencia, se requiere para gobernar coaliciones oportunistas de partidos minoritarios, sobre todo en el ámbito local. Por ello, no estaría mal contemplar la posibilidad de establecer una separación entre la elección de los alcaldes, por el sistema mayoritario, y la de los concejales, siguiendo la actual regla proporcional.

Pero en lo que más han insistido las investigaciones de los científicos sociales es en los comportamientos electorales relacionados con la corrupción. Dos son los resultados más relevantes a este respecto. Por una parte, se constata que en los municipios o regiones en los que se abren más casos de corrupción ante los tribunales, aumenta la abstención de los electores. Este comportamiento es típicamente expresivo de la desafección ciudadana con la política; y a su vez, de manera paradójica, resulta ser un factor que alienta las conductas irregulares de los políticos, tal como ha destacado Juan Luis Jiménez, profesor de la Universidad de Las Palmas, en un reciente trabajo. Y, por otra, se comprueba que la corrupción tiene poco castigo electoral para quienes la protagonizan. En general, los electores no sancionan, o lo hacen con poca intensidad, a los políticos corruptos. El profesor Jiménez, a partir del estudio de 202 casos de nivel local, encuentra que las candidaturas de éstos, en promedio, han visto disminuido su voto en tan sólo el 9,4 por ciento, siendo los más frecuentes aquellos en los que los votantes hacen caso omiso de la deshonestidad de los políticos. Los resultados de otros analistas van en la misma dirección, rebajando incluso la incidencia electoral de los comportamientos corruptos.

Por consiguiente, no parece existir en el sistema político un mecanismo de regeneración, de manera que a través de las elecciones acaben depurándose las responsabilidades de los mandatarios corruptos. Más bien ocurre todo lo contrario, de modo que estos últimos acaban asentándose sobre la representación popular aun a pesar de sus conductas delictivas. Naturalmente, es la propia configuración del sistema electoral lo que propicia este resultado, al dar enormes ventajas a los insiders frente a los outsiders, por ejemplo en lo referente al acceso a recursos económicos para financiar las campañas, a la ocupación de los espacios electorales o a la posibilidad de obtener visibilidad en las televisiones públicas. Estos son aspectos que, al igual que los referidos a la financiación de los partidos políticos, debieran ser objeto de una profunda revisión legislativa.

Por qué los ciudadanos no castigan electoralmente a los políticos corruptos, o si lo hacen es de manera insuficiente, es un enigma sobre el que se dispone de poca evidencia empírica. Es muy probable que, sobre todo en el nivel local, haya bastantes electores que se benefician de las prácticas clientelistas de esos gobernantes y, en consecuencia, perciban un coste en cambiarlos. Pero seguramente su capacidad para evaluar con precisión los daños que ocasiona la corrupción es más bien endeble, con lo que su balance entre los costes y las ventajas de ésta resulta sesgado en favor de ella. Por eso es relevante la valoración económica, en términos de bienestar, de dichos costes. Los también profesores de la Universidad de Las Palmas Carmelo J. León, Javier de León y Jorge E. Araña acaban de publicar un estudio, en la Revista de Economía Aplicada, en el que estiman que las pérdidas de satisfacción personal -o, si se prefiere, de felicidad- de los españoles como consecuencia de la corrupción equivalen a 39.500 millones de euros al año. Es decir, cada español experimenta un coste de 822 euros como resultado de su insatisfacción ante la corrupción política. Los datos desagregados por comunidades autónomas señalan para esta última cifra un recorrido que va desde un máximo de 949 euros en Canarias hasta un mínimo de 781 euros en La Rioja.

Como el lector puede comprender, estas cantidades son lo suficientemente importantes como para esperar, ante la corrupción, un comportamiento electoral distinto al que constatamos elección tras elección. Pero no es así. Por ello, a los economistas sólo nos queda el consuelo de pensar que, como escribió una vez Sir Lionel Robbins,

la Economía por sí sola no da -y no puede dar- solución a ninguno de los problemas importantes de la vida.

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