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José García Domínguez

Contra España

Aquel viejo país de intratables cabreros, en falsa apariencia muerto y enterrado tras la Transición, que vuelve otra vez por sus fueros. España, sin ir más lejos.

Permita el lector que por una vez desatienda las graves cuestiones que se espera ocupen la atención de un analista político serio. Tolere que, al menos hoy, desaproveche el espacio de esta columna para zaherir al malvado Zutano por levantar insidias y maledicencias a propósito de la presunta financiación irregular de los calzoncillos de seda del impecable Trajano. Y que renuncie también al entusiasta elogio del tribuno Mengano tras ser declarado no culpable de fisgonear las andanzas de su cuate, el probo y ejemplar Fulano, allá en el adosado de la Sierra. Sólo por hoy, lo prometo.

Y es que la bárbara incivilidad política hispana, asunto que acaba de abordar con alguna brillantez Luis Antonio de Villena en El Mundo, bien merece un comentario. Glosa en su escrito la añeja ira irredenta que vuelve a presidir el "debate político" (de alguna manera hay que llamar a la cotidiana reyerta de verduleras deslenguadas que protagonizan los dos grandes partidos nacionales y sus respectivos ecos mediáticos). Bien es cierto que Villena barre para casa, acusando a los de Rajoy de no estar a la altura ética –y quizá estética– de sus interlocutores, es decir, del ilustre ilustrado José Blanco y su particular Madame Bovary, Leire Pajín.

No obstante, hay un amargo fondo de verdad en esa reflexión suya sobre la fatal regresión de los modos y las formas educadas en la vida pública española. Ese maniqueísmo cada vez más ubicuo, tan primario, tan elemental, tan zafio; ese resurgir rabioso del espíritu cainita; el odio africano hacia un adversario al que se ansía no vencer, sino aplastar y machacar como si de una cucaracha se tratase; ese lenguaje guerracivilista plagado de estúpidas apelaciones a "rojos" y "fachas"; el inopinado fanatismo tan lerdo como sectario de unos jóvenes –y no tan jóvenes– que se amparan en el anonimato de internet con tal de rebuznar ante el mundo su dogmática intransigencia; ese público cada vez más simple, más montaraz, más rudo, irreversiblemente embrutecido ya por los códigos de la tosca gramática parda que exige la televisión...

Aquel viejo país de intratables cabreros, en falsa apariencia muerto y enterrado tras la Transición, que vuelve otra vez por sus fueros. España, sin ir más lejos.

En España

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