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José García Domínguez

Madeleine

Cuando uno mantiene secuestrada a la niña más famosa del mundo, supongo que lo normal debe ser disfrazarse de abuela bereber, cargar a hombros con sus 16 kilos de peso y sacarla a pasear para que le dé el aire ante las Polaroid de los turistas de Albacete

Cuando uno mantiene secuestrada a la niña más famosa del mundo, supongo que lo normal debe ser disfrazarse de abuela bereber, cargar a hombros con sus 16 kilos de peso y sacarla a pasear para que le dé el aire ante las Polaroid de cientos de turistas de Albacete. Tan rutinario debe ser tal modus operandi entre las bandas internacionales de raptores que, hastiadas de posar con su presa a cuestas, esas viejas facinerosas que la retienen en Tetuán ni siquiera miraron a la cámara que habría de hacerlas célebres en todo el planeta. Bien pensado, lo único sensacional de la sensacional instantánea que las delata es que haya tardado tantos meses en aparecer reproducida en los papeles. Y es que existen miles, que digo miles, cientos de miles de imágenes de Madeleine siendo llevada a caballito de aquí para allá por sus captores.

De hecho, lo insólito sería dar con alguien que aún no tuviese guardada una en casa. Revise bien el lector el álbum de sus últimas vacaciones en Alemania, Suecia, Holanda o Betanzos, y ya verá cómo, al final, se le aparece Madeleine por algún rincón. Pero si no da con ella, no se preocupe. Coja aquella máquina con el diafragma desenfocado que guarda en el trastero; baje a la calle; súbase al primer autobús que pase y, cuando la cabina comience a agitarse por el movimiento, dispárela hacia cualquier niña rubia de cuatro años que se desplace a más de cien metros de usted. Créame, no necesita hacer más que eso para conseguir su propia exclusiva mundial. Sin embargo, no le garantizo que con ella se vaya a hacer famoso, ni siquiera que su extraordinario hallazgo se lo publique nadie. Porque lo que convirtió en gran notición a esa foto que ayer reproducían todos los medios, en realidad, no era la niña rubia, que vista de lejos lucía igual que todas las niñas rubias que en el mundo han sido, sino la abuela magrebí.

Pues era evidente que ésa sí tenía que ser la auténtica Madeleine por la única razón de que, como todo el mundo sabe, no hay moros con el pelo amarillo. O sea, que si lo que busca es gloria y dinero, le recomiendo una estrategia alternativa. Déjese de fotos y denuncie ante los juzgados a los autores de los manuales de Bachillerato previos a la LOGSE. Aquéllos en los que, entre otras patrañas, se aseguraba que Abderraman I, el fundador de la dinastía Omeya en Al-Andalus, era rubio como la cerveza; que Hixem I, quien presidió las primeras oraciones a Alá en la mezquita de Córdoba, resultaba ser un pelirrojo de tez blanquísima y llena de pecas; que Abderraman III fue un rubio de película con los ojos intensamente azules que hoy causaría estragos entre las pubertinas de Serrano; que el también califa Abdala I pasaría por noruego en Oslo; que Boabdil el Chico si no era albino, poco le faltaba; y que Wallada, la célebre poetisa cordobesa del siglo XI, fue dama de cara pálida, ojos de azul oceánico y larga melena entre rubia y pelirroja. Es decir, que sus cabellos y sus ojos eran igualitos que los de cerca del 20 por ciento de los actuales habitantes de las zonas costeras del Magreb.

Venga, corra a querellarse. La profesión periodística en pleno se lo agradecerá.

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