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José T. Raga

...Será el mercado

El problema es que llamando empleado a quien el mercado real no considera como tal, se nos oculta la verdad de quién está parado y de quién no, imposibilitando definir unas medidas de las que surja la generación de empleo para el desempleado.

La tendencia irresistible a echar las culpas a otro, siendo muy generalizada, adquiere niveles alarmantes cuanto más ignorante y desvergonzado es el responsable de la acción errónea y cuanto más engreído está de sus virtudes, de sus habilidades y de su llamada para salvar a la sociedad desorientada de los males en que pueda incurrir. La alarma llega a ser preocupante cuando el afectado detenta poder, me da igual que lo haya obtenido democráticamente que por cualquier otro medio –nada garantiza el primero, ni tampoco el segundo–, que le permita revestirse de eso que los cursis llaman gracia de Estado, y que manejado con métodos demagógico-dogmáticos le permita ignorar a los escuchantes y, con ello, evitar el engorro de dar explicaciones o rendir cuentas.

El afán manipulador encuentra su zenit cuando descubre que puede responsabilizar de su tropelía, de su despropósito o de su sinrazón, a quien no pueda alegar argumento alguno en contra, o bien cargársela a alguna institución incorpórea, que quedará así dañada en su propio perfil e imagen. Y una institución, no creada ni inventada por persona alguna, sino surgida de la necesidad espontánea entre los hombres, es especialmente acreedora a acumular responsabilidades de actores irresponsables que, como oráculos del devenir histórico, no tienen el mínimo reparo en lavar su conciencia –si es que la tienen–, atribuyendo la responsabilidad a aquella institución que ellos mismos han destrozado.

Todos en general, pero los gobiernos de izquierdas, aquí y allá, aunque aquí me da la impresión que con mayor abuso y desvergüenza, no dudan en atribuir al mercado la responsabilidad de todos los males. No ha pasado mucho tiempo desde que oímos que la crisis económico-financiera actual, que sí que existe, se debía a la libertad del mercado financiero en el que los agentes se mueven sin consideración y sin control alguno, provocando, en beneficio propio, los mayores males a la humanidad entera.

De nada servía que se les dijera que, precisamente, en el sector financiero no se daban los mínimos requisitos para la existencia de eso que llaman con desprecio mercado libre. El mercado financiero es un mercado de oligopolio, en el que sólo pueden actuar un reducido número de agentes como mediadores en la creación y asignación de recursos financieros, lo cual, aunque no existiera otra situación, ya imposibilitaba la calificación de mercado en libertad. Pero, por si no fuera suficiente, es un mercado sobre el que gravita una pesada e incesante acción reguladora de los poderes públicos, estableciendo las condiciones en que debe desenvolverse, los requisitos que deben reunir los operadores en el mismo, las garantías que deben revestir las operaciones que en el mismo se realicen, etc. etc. Una regulación que se inspecciona por los órganos de la Administración –al menos pagamos para ello– con una frecuencia más allá de lo imaginable y con un ámbito de vigilancia sin límites precisos.

Pues bien, llegado el momento en el que se demuestra que el regular no ha regulado bien, que el vigilante-inspector ha vivido un estado de letargo que le ha impedido enterarse de algo, cuando se ha mantenido engañada a la población usuaria de aquellos servicios financieros, el sabueso gobernante no duda en argumentar que todo el desastre se debe a la libertad del mercado y a la falta de control del mismo. ¡Si al menos nos hubiéramos ahorrado lo que nos ha costado controlarlo...!

Pero esto ya es historia. Lo que no es historia es el deseo desaforado del poder, en seguir destrozando los mercados para que cuando de nuevo fallen en su intervención, levantar los hombros –la pose diaria del presidente del Gobierno es bien elocuente de lo que digo– y afirmar, con la desvergüenza de siempre, que el responsable... será el mercado. Cuando se acabe el fuelle de las subvenciones al mercado de la automoción y, ante la realidad de la situación económica, un buen número de españoles y de no españoles pasen a engrosar las cifras del paro, se nos dirá que es el mercado el responsable; cuando la realidad es que el mercado como tal desapareció hace ya un porrón de años, por una intervención que lo único que pretendía era encubrir un desempleo real haciendo uso de una subvención porque, así, al menos no contaría en el cálculo de la tasa de paro. El problema es que llamando empleado a quien el mercado real no considera como tal, se nos oculta la verdad de quién está parado y de quién no, imposibilitando definir unas medidas de las que surja la generación de empleo para el desempleado.

Esta semana ya nos han anunciado subvenciones millonarias para las adquisiciones del coche eléctrico y la demanda cautiva de un buen número de unidades por parte de la administración pública. Dios quiera que ni lo uno ni lo otro llegue a cumplirse, para el bien de todos y, más que para nadie, para el de los parados. La proverbial incapacidad de los gobiernos para crear, les lleva a dejar patentes sus habilidades en el destruir. A base de separarnos de la realidad que muestra con toda crudeza un mercado libre, llegamos a no tener información de lo más esencial en el mismo, por lo que, aunque el Gobierno fuera capaz –hipótesis poco probable– no podría tomar decisiones adecuadas por falta de conocimiento real de los hechos.

¡Ya lo advirtió Don Alfonso Guerra, que a España no la iba a conocer ni la madre que la alumbró! Yo añadiría que ni a España ni a lo que en ella se encierra; hay demasiada hojarasca para que se pueda ver algo con claridad.

En Libre Mercado

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