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Pedro de Tena

Un cedro para la poesía española

Un árbol centenario, que fue plantado por Vicente Aleixandre, pervive en Madrid como metáfora de la poesía española.

Un árbol centenario, que fue plantado por Vicente Aleixandre, pervive en Madrid como metáfora de la poesía española.
Vicente Aleixandre | Centro Virtual Cervantes

En Madrid, hay un cedro del Líbano que cumple noventa años, los mismos que la generación del 27. Fue sembrado por Vicente Aleixandre tras su traslado a la casa de la calle Wellingtonia, 3 – luego castellanizada como Velintonia y finalmente conocida como calle de Vicente Aleixandre -, en mayo de ese año. Tenía, recordó el poeta, unos 30 centímetros. Disfruta ahora de muchos metros de estatura, pero de ser otro prodigio de fe y esperanza para la poesía española pasó a sobrevivir junto a la ruina de la casa que, seguramente, más poetas ha acogido en España.

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Una pancarta reivindica la lucha por salvar la casa

Se cumplen también cuarenta años de la concesión del premio Nobel de Literatura a su habitante decisivo y está a punto de editarse la poesía completa del gran surrealista sevillano con importante material inédito aportado por el estudio y la devoción de su incondicional Alejandro Sanz, presidente de la Asociación de Amigos de Vicente Aleixandre. Ha sido Sanz, en compañía de otros, quien ha defendido desde hace dos décadas largas la conversión de la casa abandonada tras la muerte del poeta en 1984 en una Casa de la Poesía.

Se contó en el número XIX-XX de la revista El Ateneo de la primavera de 2008 la historia de una intensa lucha por evitar la desaparición de la casa de Aleixandre o su conversión en objeto de un mercado inmobiliario ciego para la relevancia histórica de los lugares, como ya lo fue la casa de Ramón y Cajal. En 1995, tras un incendio, comenzó la batalla cuando el propio Sanz y José Luis Cano, poeta, crítico y fiel amigo de Aleixandre, hicieron un llamamiento para salvar la vivienda del abandono en que se encontraba tras el fallecimiento de su hermana Concepción, en 1986.

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Vicente Aleixandre y el cedro

Los herederos querían venderla, pero las administraciones públicas implicadas no se ponían de acuerdo en sus aportaciones para salvarla. Carmen Calvo, la que inventó que el dinero público no era de nadie, explicó en el Congreso que el precio reclamado por el edificio era "desorbitado e injustificable para los recursos públicos". Con la de cosas que se han hecho, y no hecho, con e dinero de todos.

Luego vino la nada durante bastante tiempo y finalmente, el pasado 29 de marzo el pleno del Ayuntamiento de Madrid aprobó la recuperación de este espacio. Desde Esperanza Aguirre, la primera concejala de Cultura que se interesó por el proyecto a la socialista Mar Espinar, impulsora de esta última esperanza, ha pasado casi un cuarto de siglo. Veremos cuánto tiempo pasa ahora.

Hace unos días escuché en la radio, en un programa cultural de calado, a Luis Alberto de Cuenca y a Juan Carlos Pérez de la Fuente, simpatizantes del proyecto, hablar de la importancia de una Casa de la Poesía Española en Madrid erigida sobre la casa de Vicente Aleixandre, uno de los más grandes poetas españoles del siglo XX, el adalid del surrealismo o el superrealismo, como él decía, y amigo y anfitrión de infinidad de poetas de diferentes generaciones, desde Miguel Hernández a Lorca, desde Neruda a Dámaso Alonso, desde Gerardo Diego a José Hierro, por dejarlo en algún punto.

Allí donde las voces se juntan nace un enorme cedro
más confortable que el cielo.

Eso dejó escrito Borges de otro cedro, o quién sabe, y así debió ser, y debe seguir siendo, el cedro de Aleixandre para que las voces de los poetas españoles se junten. Muchos visitantes de la casa de Velintonia, 3 se han referido al cedro de su jardín, ya obelisco natural de n refugio para los poetas españoles de ahora. El propio Aleixandre se refirió a él. En las Obras Completas editadas por Carlos Bousoño alude a noches sinfónicas donde un cedro está presente:

Las cabezas caerían sobre el césped vibrante,
donde la lengua se detiene en un dulce sabor a violines,
donde el cedro aromático canta
como perpetuos cabellos.

El poeta, de economía insegura, se planteó en vida la venta de la casa, pero la concesión del premio Nobel de Literatura en 1977 alejó la tragedia. En su encuentro con Jorge Guillén, llegado del exilio, Aleixandre relata:

Descendimos al jardincillo de la casa. El cedro que lo presidia podía más, en su verdor perenne, que la tarde inverniza. Todo el jardincillo, avanzado ya noviembre, estaba desprovisto del fragor del estío. Pero el árbol ilustre, en su madurez, tenía esplendor contra el cierzo.

En unas páginas emocionantes, Aleixandre unió su cedro y su jardín a un envío recibido desde Nicaragua. Rubén Darío fue siempre su primer y gran descubrimiento poético, su inspirador revulsivo:

Dámaso Alonso, otro muchacho como yo, puso en mis manos el primer libro de versos. ¡Con cuánto gusto lo proclamo hoy día! El poeta que Dámaso me entregaba era Rubén Darío, y aquella verdaderamente virginal lectura fue una revolución en mi espíritu. Descubrí a la poesía: me fue revelada, y en mí se instauró la gran pasión de mi vida que nunca más habría de ser desarraigada.

En aquel envío alguien le remitía la escena previa de la muerte del poeta de Metagalpa (Ciudad Darío) y en su comentario, reaparece el cedro:

La cabeza era lo último visible, pues el cuerpo se desvanecía, casi existente solo en los paños que lo recordaban. Un cobertor se cenia a aquel leve montón silencioso. Al fondo, detrás del cuerpo, había una pared blanca, rasa. Rubén semejaba vuelto de espaldas a algo. Parecía que se hubiera movido, en un esfuerzo supremo, con un rehusamiento final. Para morir, en el seno mismo de su propia destrucción. Sumido ya, detrás de aquel horror sensible, en los espantos incomunicables. La tarde había caído y en el jardín el verdor apagado del cedro estaba mudo. Ni un pájaro sonaba en el aire acabado. Me incorpore y con el papel fuertemente apretado contra el pecho, penetre con prisa en el vestíbulo de la habitación.

En el Amazonas también crecían los cedros.

A pesar de estos más de treinta años de ruina y soledad, el cedro de Velintonia vive, el cedro de Aleixandre, "poseía fe, daba señal y desplegaba sus ramas frondosas, con majestad, sobre la helada del atardecer. Era un duro no importa desde su tronco robusto sobre la ruina del jardín".

Espero y deseo que la casa de Vicente se mantenga siempre, como en vida del poeta y como ahora mismo, a título de perpetuado monumento incólume a un gran escritor y a su generación, del mismo modo que el carmen granadino de Manuel de Falla, para instrucción, ejemplo y goce de las generaciones futuras. Hago, por si algún día llegase a ser necesario, público llamamiento desde aquí en tal sentido a todos los amigos de Vicente y de la literatura y a las instancias públicas y privadas pertinentes para que así sea: es una responsabilidad que hemos contraído, es algo que a nosotros mismos nos debemos.

Palabras de Pere Gimferrer en su discurso de ingreso en la Real Academia para ocupar, precisamente, la vacante de Vicente Aleixandre. Y, casi desde entonces, la pelea por la Casa de la Poesía.

Nada se sabe del por qué Vicente Aleixandre sembró un cedro del Líbano hace 90 años en su casa de Madrid. Tal vez se acogió a su simbolismo de incorruptibilidad y de inmortalidad (se ha creído que un cedro inmortal estaba plantado a la derecha del trono del Excelso, el Nilo y el Éufrates). Tal vez porque su madera es resistente a la carcoma y a las polillas y sus resinas preservaban las bibliotecas. Tal vez quiso presenciar el crecimiento del gigante conífero y cobijarse bajo su fortaleza. Tal vez quiso que competiera con la wellingtonia, otra conífera gigante que daba nombre a la calle original donde estaba su casa. Tal vez por el perfume del aceite de cedro, base de un antiguo encantamiento amoroso. Venenoso, según otros.

Quizá todo fue más sencillo y Aleixandre, conocedor de la vegetación del Madrid antiguo, sabía que los cedros del Líbano y Deodara crecían en un viejo parque próximo a la Plaza de la Constitución. O tal vez quiso emular la hazaña de un sabio francés que se trajo un cedro del Líbano de dos pies escondido en su sombrero y logró elevarlo por encima de las alturas del Jardín de las plantas de París. Quién sabe si por sus resonancias bíblicas, si por su bífida significación literaria que detectó Covarrubias (su madera era apreciada para los ataúdes), si por su presencia persistente en la poesía, aunque no tan brillante como la del ciprés, del olmo, del almendro de nata…

En un alto cedro dos
viejos búhos platicaban
y en la noche lentamente
el sabio volvía a su casa
soñando inmensas pirámides
de manzanas.

En el alto cedro de Aleixandre, al que tal vez se refieran tales versos de Lorca, los búhos ahora platican soñando la próxima, fecunda e innovadora existencia de una Casa, encendida por fin, de la Poesía Española en la residencia madrileña de Velintonia, 3, como gustaba llamar a su calle.

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