Al líder palestino pueden aplicársele con toda justicia las sentencias que Saavedra Fajardo —diplomático español del s. XVII en la Guerra de los Treinta Años— dejó para la posteridad en sus Empresas Políticas: “Despojar para restituir es imprudente y costosa ligereza. No queda agradecido quien recibe hoy lo que ayer le quitaron con sangre. Piensan los príncipes comprar la paz con la restitución, y compran la guerra. Lo que ocuparon, los hace temidos; lo que restituyen, despreciados, interpretándose a flaqueza...”.
No se trata de discutir el derecho de los palestinos a vivir en su propia tierra. Pero lo que sí es discutible es que la creación de un estado palestino, con Arafat como su jefe, vaya a poner fin a la violencia. El Rais ha tenido sobradas oportunidades para firmar una paz honrosa y, a la vez, beneficiosa para los palestinos... y no lo ha hecho. En su insensato afán por echar a los hebreos al mar, ha causado la ruina de su propio pueblo y la destrucción de El Líbano, y por si fuera poco, ha tenido como aliados a la crema del totalitarismo y del terrorismo internacional.
Con estas credenciales, nada bueno puede esperarse de un estado dirigido por él o por sus seguidores. La Autoridad Nacional Palestina, pensada como futuro embrión de un estado palestino, es un ejemplo de inoperancia, de corrupción, de autoritarismo y de absoluta ineficacia en la persecución de los terroristas que atentan contra civiles inocentes, cuando no de connivencia con sus crímenes.
Sea como fuere, no merece ser jefe de un estado quien no es capaz de cumplir con la premisa básica que justifica a todo gobierno: garantizar el orden público. Y Arafat ha contado para ello con toda la ayuda y el apoyo de la Unión Europea ¿Qué valor tendría un acuerdo firmado con Arafat cuando éste es incapaz de controlar a los grupos terroristas que pululan por su jurisdicción? Porque ésta es, precisamente, la razón de su confinamiento en Ramala. Si Arafat hubiera deseado seriamente acabar con la violencia y alcanzar un acuerdo de paz satisfactorio —que jamás podrá cubrir sus aspiraciones máximas—, lo primero que debería haber hecho es afirmar su autoridad erradicando a todos los grupos terroristas de su territorio, ya fuera con medios propios o solicitando la ayuda internacional.
La nueva masacre terrorista —esta vez en un hotel de la localidad costera de Netania— que ha tenido lugar el miércoles, mientras se celebraba la Cumbre de la Liga Árabe, anula prácticamente los restos de credibilidad que le quedaban a Arafat en la comunidad internacional. Quienes aún sostienen —la Unión Europea principalmente— que el Rais es una pieza imprescindible para el proceso de paz, deberían reflexionar seriamente sobre la coherencia de sus posturas con la guerra internacional contra el terrorismo. El apoyo casi incondicional que Arafat recibe en las instituciones europeas y los medios de comunicación occidentales (los españoles son un caso paradigmático), contrasta con las virulentas —y totalmente justificadas— condenas que recibe el terrorismo internacional, y en nuestro caso, el de la ETA.
Por ello, una Europa que aspira a ser referente de convivencia pacífica y democrática debería reconsiderar su apoyo a un representante típico del violento y totalitario siglo XX. Con sus luces y sus sombras (que también las tiene, y muchas), Israel es un estado democrático y de derecho —el único de la zona— y, consecuentemente, aliado natural de Occidente. Por tanto, mientras que no se encuentre a otro interlocutor palestino más presentable, con mayor autoridad y poder de convocatoria, sería preferible mantenerse al margen.

Arafat no merece un Estado

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