“A mí lo que me avergüenza es la ilegalidad y no he cometido ninguna ilegalidad. He percibido un beneficio legal. El día que el Congreso decida que no se deben percibir estos benéficos, pues no los percibiré, es lógico”. Con estas razones se defendía Bacigalupo el pasado mes de marzo del escándalo que suponía el que continuara cobrando una pensión vitalicia de 3.500 dólares mensuales de su país de origen, actualmente en la ruina, por sólo dos meses de servicios allá por 1973. Aunque, según él dice, pidió la suspensión del beneficio “en cuanto me enteré de la situación argentina” —anteriormente dijo que creía haber “renunciado a ella hace unos meses”—, lo cierto es que el juez hispano-argentino está al corriente de los cobros, por lo menos hasta el mes de abril. Otros ex altos cargos argentinos, quizá no tan “escrupulosos” con la legalidad como Bacigalupo, pero más preocupados por la legitimidad y la ética y menos codiciosos que él —cuyo sueldo de magistrado supera el millón y medio de pesetas al mes—, donaron sus pensiones de privilegio a organizaciones benéficas.
El juez que en un alarde de “creatividad” jurídica condenó a Gómez de Liaño por prevaricación —si se hubiera aplicado él mismo su propio criterio, tendría que haberse autocondenado también por prevaricación junto con Liaño—, considerado el mayor experto en delitos económicos del Tribunal Supremo, ha incurrido en una infracción fiscal de las más burdas: ocultar su pensión de lujo a la Hacienda Pública durante más de 14 años, para no tener que tributar por ella. Y para colmo de cinismo, se atrevió a escribir en un libro homenaje a su compañero Enrique Ruíz Vadillo un artículo titulado Falsedad ideológica y deber de veracidad, donde puede leerse lo siguiente: “Llama la atención que la jurisprudencia no haya considerado que la declaraciones fiscales mendaces sean constitutivas del delito de falsedad documental”. De nuevo, manga estrecha para los demás, pero bien ancha para él.
Tanto cinismo y audacia solo pueden explicarse por la circunstancia de que, como todos los altos exponentes del felipismo, Bacigalupo se creyera tan a salvo de ataques impertinentes o de ojos indiscretos, y tan por encima de las leyes que con extremado rigor ha aplicado a quienes no eran de su cuerda, que quizá pensó que era tan intocable como sus patrones. Sin embargo, Bacigalupo afronta hoy lo que puede ser el fin de una fulgurante carrera profesional. Nada podrá evitar que se salve de la quema, habida cuenta de que PRISA no moverá ni un dedo por él, sobre todo después de su entrevista con Pedro J. Ramírez el pasado mes de marzo, cuando El Mundo desveló el escándalo.
Bacigalupo y PRISA no se cansaron de insistir en que no había nada más aberrante que rehabilitar a un juez “prevaricador”. Pero lo cierto es que sería tan aberrante o más mantener en ejercicio a un magistrado del Supremo encargado de juzgar delitos económicos que no cumple con el más elemental de los deberes fiscales: pagar los impuestos. Ni siquiera Polanco se atrevería a poner esto en duda.
Ironías del destino, que por una vez hace justicia: Bacigalupo, en buena lógica, tendrá que decir adiós a la carrera judicial —que más que carrera, fue sospechoso sprint con “dopaje” político incluido— precisamente cuando Gómez de Liaño recupera la condición de juez, que nunca debió perder. ¡Hasta es posible que fuera el propio Gómez de Liaño quien ocupara la vacante que deje Bacigalupo!

Un juez al margen de la Ley

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