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Ni orgullo ni prejuicios

Hace 25 años, la homosexualidad, sin ser un delito, era una condición exageradamente estigmatizada. Ser homosexual era prácticamente sinónimo de ser delincuente. Hoy, ya en el siglo XXI, las exigencias de respeto y tolerancia hacia la vida privada de los demás que impone la vida en una sociedad libre —ampliamente aceptadas y asumidas por todos los españoles— han convertido en anacronismo las posturas de rechazo frontal hacia personas cuya sexualidad, bien sea por alteraciones genéticas o psicológicas —existen controversias al respecto entre los científicos— o bien por opción personal, no se expresa por las pautas de normalidad sexual que la naturaleza —y esto sí que es indiscutible— ha prescrito para la especie humana.

No puede decirse hoy día, si se quiere hacer honor a la verdad, que los homosexuales y las lesbianas sufran una especial persecución o discriminación. Parte de ellos ocupa puestos elevados en el mundo de la empresa, en los negocios y en la política; y la mayoría, en cuanto a capacitación profesional en múltiples áreas y nivel de renta, está bastante por encima de la media nacional. Quedan atrás, afortunadamente, los años en que la vida del homosexual estaba condenada a la sordidez y al perpetuo sentimiento de culpa. Cada vez son menos quienes se escandalizan hoy día por enterarse de que alguien de su entorno es homosexual, por lo que las “salidas del armario” y las manifestaciones multitudinarias han pasado de ser valientes actos que reivindicaban la libertad personal y el derecho a la vida privada a convertirse en espectáculos a mitad de camino entre la comedia y el esperpento.

Una vez conseguido lo esencial, las asociaciones y organizaciones de homosexuales —que antaño cumplieron una importante función integradora y de apoyo contra la discriminación— se han convertido en potentes lobbies que intentan imponer a la opinión pública y a las autoridades —por medio de la inducción de una especie de sentimiento de culpa por los malos tiempos de antaño— el reconocimiento y las prerrogativas que la naturaleza les veda: la paternidad/maternidad y el matrimonio.

Nada ni nadie se opone —ni debe oponerse— a que dos homosexuales decidan convivir juntos y compartir su vida. No hay obstáculo legal alguno —salvo alguna diferencia en el trato fiscal y en el aspecto de las pensiones por “viudedad”, que podría allanarse sin demasiados inconvenientes— para que puedan formalizar su convivencia por medio de un contrato privado, celebrado con tanta pompa y ceremonia como deseen, ni para que designen herederos a la hora de su muerte. Pero el derecho de los niños huérfanos a tener un padre y una madre, cada uno del sexo correspondiente, no debe quedar condicionado por las presiones de quienes quieren traspasar la frontera que separa la tolerancia de la imposición. Existen muchos matrimonios infértiles que no pueden acceder —por las, a veces, desorbitadas exigencias que impone la legislación vigente en materia socioeconómica— a la adopción. No sería justo privarles de esa aspiración para favorecer a quienes, mereciendo todo el respeto que la sociedad ya les reconoce mayoritariamente, no están —en principio— tan bien capacitados como un matrimonio normal para ejercer la grave responsabilidad de educar a un niño. Cuando los homosexuales hablan de “opción” para calificar su orientación sexual, deberían tener bien presente que toda opción tiene sus ventajas y sus inconvenientes, sus libertades y sus limitaciones. Y esta es, precisamente, una de ellas. El orgullo, también exige coherencia.

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