Imposible comprender ese desconcertante ir y venir de golpes y contragolpes en que andan enfrascadas las distintas emanaciones institucionales del chavismo si no se repara en quién resulta ser, entre bambalinas, el genuino guionista del culebrón. Un febril escribidor que no es otro que el Ejército. Un ejército, el de Venezuela, muy distinto a los del resto de los países de la América hispana. Porque, desde el instante mismo de la emancipación de las colonias, los uniformados de los demás países latinoamericanos tendieron a constituirse en un poder independiente de la autoridad civil. En Venezuela, en cambio, no es que integren una institución más o menos autónoma, es que son un Estado dentro del Estado. Un Estado que, como cualquier otro, defiende su soberanía y sus intereses privativos frente a cualquier conato de injerencia exterior. He ahí la clave para poder descifrar escenas tan extravagantes, incluso dentro de los muy generosos parámetros caraqueños, como la de la fiscal general de Maduro desmantelando la asonada contra el Parlamento encabezada por el Tribunal Supremo de Maduro. Y es que los diputados electos de la República pretendían incurrir en la imprudencia de inmiscuirse en los negocios empresariales privativos de las Fuerzas Armadas. En concreto, y antes de ser disuelto a toda prisa por los togados, el Parlamento se disponía a votar una norma legal que obstruyese la posibilidad de constituir empresas mixtas para la explotación de los recursos naturales de uno de los mayores yacimientos minerales del mundo, el llamado Arco Minero del Orinoco, una zona selvática de más de 220.000 kilómetros cuadrados que aloja, entre otros, extensos enclaves de oro y coltán.
Con los precios internacionales del crudo, el monocultivo tradicional del que siempre ha vivido el Estado, arrastrándose por los suelos, los beneficios potenciales del Arco Minero del Orinoco constituyen ahora mismo la gran esperanza de las élites políticas del país, tanto las del chavismo como las de la oposición, para poder seguir manteniendo de modo indefinido el modelo rentista sobre el que se asienta la estructura económico-política de Venezuela. Por lo demás, y en términos de poder, la cuestión se antoja simple: quien controle los ingresos del petróleo y del Arco Minero del Orinoco controlará el Estado. De ahí la importancia crítica para la mano que mece la cuna del régimen de mantener alejado al Parlamento del gran negocio de Venezuela en, como mínimo, medio siglo. Y es que la preciadísimas concesiones administrativas para la explotación comercial de los recursos del Orinoco, además de a media docena de grandes empresas extranjeras que aportarán la tecnología y el capital imprescindibles, sociedades chinas, rusas, norteamericanas y canadienses, solo han beneficiado a una única firma local, la Compañía Anónima Militar de Industrias Mineras, Petroleras y de Gas. Un novísimo grupo empresarial creado hace apenas medio año, el cien por cien de cuyas acciones corporativas son propiedad exclusiva y excluyente de las Fuerzas Armadas Bolivarianas.
Y ese es el plan de negocio que pretendió obstaculizar el Parlamento por la vía de regular legalmente la formación de empresas mixtas en el sector minero, un dardo envenenado contra los intereses mercantiles de los espadones que mueven todos los hilos desde los cuarteles. No por casualidad la apresurada reposición en sus funciones constitucionales de la cámara legislativa del país tras el efímero golpe de los jueces solo incluyó una única excepción. ¿Adivina el lector cuál ha sido esa única competencia normativa de la que se han visto desposeídos los diputados de Venezuela? ¡Bingo! La capacidad para legislar sobre la creación de empresas mixtas en el Arco Minero del Orinoco acaba de ser traspasada desde el Parlamento al Tribunal Supremo y al Poder Ejecutivo, esto es, al Ejército. Porque los generales saben que Maduro pasará pero que el oro, como el dinosaurio del cuento de Monterroso, seguirá ahí. En el vientre de su Orinoco.