Inmaculada Colau ha declarado este jueves como testigo en el juicio que se sigue en el Tribunal Supremo contra los principales –que no únicos– responsables del golpe de Estado separatista. Durante su deposición, la todavía alcaldesa de Barcelona ha hablado por unos instantes de su etapa como activista –cuando iba de afectada por la hipoteca… sin haber tenido nunca un préstamo hipotecario–, y, ciertamente, en el Supremo ha sido más una activista que una personalidad con una responsabilidad de primer nivel: gobernar la segunda ciudad de España.
Como una vulgar hooligan, Colau se engolfó en las mentiras que sin vergüenza evacuó después del 1-O, como la del millar de heridos en las cargas policiales durante esa jornada negra para la democracia española, sometida a asalto por el separatismo.
La podemita ha criticado incluso las operaciones policiales anteriores al 1-O y reconocido que asumió que su papel como alcaldesa era tratar de frenar una actuación policial que –jamás se olvide– estuvo motivada por un mandato judicial.
El despropósito de Colau no ha sido sino la prolongación natural de su actuación en el Ayuntamiento y la de todo el entorno de Podemos: los de Pablo Iglesias, sus confluencias y sus partidos hermanos son muletas del separatismo, por supuesto en Cataluña, pero también en Baleares, la Comunidad Valenciana, Galicia y, por supuesto, el País Vasco; y hasta en Andalucía.
A muchos les resulta chocante que la izquierda española no sea centralista y jacobina sino compañera de fatigas del separatismo, que al fin y al cabo es un movimiento insolidario, de privilegiados que buscan mantener o aumentar sus privilegios. La explicación es tan sencilla como dramática: el odio a España es para ellos una pulsión indomable: no pueden evitar sentir desprecio por la Nación, sus instituciones y sus símbolos, desde la bandera que nunca usan hasta el himno, al que, como dijo Iglesias cuando era más sincero, consideran una "cutre pachanga fachosa".
Aunque sea la más potente, ese odio visceral no es la única razón por la que el podemismo en particular y la extrema izquierda en general se han puesto a los pies del separatismo: España, la Constitución y las instituciones democráticas que de ella emanan son hoy por hoy enormes obstáculos para imponer su plan totalitario y liberticida, así que todo lo que contribuya a su destrucción es de su agrado.
No hay que olvidar esto y no hay que olvidar que el PSOE de Pedro Sánchez ha demostrado sobradamente que, con tal de mantenerse en el poder, está dispuesto a cualquier cosa, y sólo puede contar con la ayuda de los que, por una u otra razón, quieren demolerlo todo. El 28-A es la oportunidad perfecta para recordarlo y hacérselo pagar en las urnas.