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Luis Herrero Goldáraz

Bendita y solitaria estupidez

La trinchera, ese parapeto eficaz contra los proyectiles rivales, es un lugar mucho más acogedor que la tierra de nadie.

Lo más atractivo de los crímenes inconfesables es, precisamente, la ambigüedad masoca que nos incita a confesarlos. Pero tampoco me tomen muy en serio. Todo esto son suposiciones. Ya es casi un lugar común decir aquello de que en toda infracción morbosa existe un gustoso miedo a que nos pillen. Una ligera inclinación a compartir la carga del secreto o, simplemente, a comprobar el efecto que la revelación pueda tener en nuestro entorno. Algo así nos debe de pasar, posiblemente, aunque tampoco lo he pensado demasiado. De todas formas, ni siquiera hace falta haber violado ninguna ley para sentir ese vértigo. Basta simplemente con traspasar las líneas rojas que están marcadas a fuego en nuestro cerebro. O fantasear con hacerlo, siquiera. Sucumbir a ese juego inocente que todos practicamos a veces, pero del que renegaríamos sin dudar incluso aunque alguien nos pillase con las manos en la masa. Yo he venido aquí a confesar algo de eso. O a darle vueltas a mis tentaciones, que en el fondo es lo mismo.     

Desde hace un tiempo vengo acordándome del pobre asno de Buridán, ese Platero mío sobre el que escribí hace tiempo y que ya había olvidado. Volví a pensar sobre su muerte, el doble sacrificio heroico por el que perdió la vida y la reputación, y me ratifiqué en esa intuición que me hace sospechar que es mejor morir paralizado que sobrevivir por acogerse a las dicotomías excluyentes. De ahí mi consternación al darme cuenta de otra cosa que se me apareció como una Virgen, de repente, y que me viene mareando la cabeza desde entonces. ¿Será posible que la pérdida del miedo a la catástrofe signifique que uno se ha dejado arrastrar definitivamente hacia el frentismo que amenaza con propiciarla?

Me explicaré mejor. Hace unos días, durante el descanso del Clásico, un griterío inusitado hizo que varios amigos saliésemos al balcón para comprobar qué estaba pasando. Ahí abajo, en plena Concha Espina, un grupo de adolescentes se pegaba como se pegan los adolescentes: con más amenazas que puños y sacando el móvil para dejar grabado algo que supongo les parecerá muy valiente, pero que querrán olvidar tan pronto hayan pasado un par de años. Esta mañana uno de mis amigos me ha mandado una publicación de Instagram en la que se veía a ese mismo grupo de matones. Era exactamente la misma pelea. Lo preocupante, sin embargo, tenía que ver con el texto que encabezaba el vídeo. Al parecer –aunque de estas cosas uno nunca puede estar seguro en estos tiempos de bulos de internet–, el grupo de niñas que había comenzado la batalla estaba llevando a cabo un nuevo reto viral al que había bautizado como “cazar al facha” o, en su defecto, “cazar al pijo”. La indignación propia ante este tipo de derivas se la podrán imaginar, pero lo que a mí me pareció más interesante fue notar que ni siquiera me importaba demasiado. No me invadió la antigua rabia ni el temor por ver cómo una sociedad inconsciente se empeña en tontear con el abismo banalizando el guerracivilismo.

Fue algo que me dejó pensando. ¿Será esto lo que sienten los integrantes de esa batalla ideológica interminable en la que se sustenta el cainismo patrio? ¿Será más fácil vivir sin miedo insertado en uno de los dos bandos irreconciliables? ¿Verán las amenazas del contrario como eso, como meras amenazas, pero las sobrellevarán mejor abandonados a la idea de que, en última instancia, sus ideas ganarán? Parece lógico pensar que la trinchera, ese parapeto eficaz contra los proyectiles rivales, es un lugar mucho más acogedor que la tierra de nadie, allí donde no hay resguardo contra el fuego cruzado. Así que de esa forma regresé sin darme cuenta al pobre asno de Buridán. ¿Cómo no hacerlo, realmente? En estos tiempos de campaña electoral en los que cobra fuerza el falso dilema que divide a la sociedad entre fascistas y comunistas, habrá que recordar que lo verdaderamente reseñable de la actitud del asno heroico, su bendita y solitaria estupidez, consistió en resistir la tentación de dejarse arrastrar por la desidia y por el hambre. Aguantar impávido la llamada del instinto y estar dispuesto hasta a entregar la vida, consciente como ningún otro de que el valor de tomar partido incumbe sólo a la conciencia de uno mismo. Esa actitud, como es sabido, no suele casar bien con las proclamas de los bloques monolíticos. 

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