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José García Domínguez

Si un marciano aterrizara en Barcelona (y 2)

Tras el 1 de Octubre, ya nada que recuerde a CiU podrá aspirar al poder en Cataluña.

Tras el 1 de Octubre, ya nada que recuerde a CiU podrá aspirar al poder en Cataluña.
El golpista prófugo Carles Puigdemont. | EFE

En 1984, la candidatura autonómica de CiU, referencia electoral del catalanismo conservador auspiciada cuatro años antes por el banquero Jordi Pujol, ganó los comicios domésticos con 1.346.729 votos. En 2012, cuando Artur Mas, su sucesor, se aprestaba a completar el ciclo de 28 años en el poder de los suyos, un continuo con vocación de eternidad solo interrumpido brevemente por los dos caóticos tripartitos de izquierdas, CiU obtuvo en las urnas 1.112.341 votos. Porque Convergencia no era un partido catalán, Convergencia era el partido catalán. Y si no lo era, lo parecía. Bien, hace unos pocos meses, el PDeCAT, la nueva formación emanada de las cenizas CDC que heredó no sólo el espíritu fundacional y el programa ideológico de la antigua matriz, sino también a la práctica totalidad de sus cuadros y dirigentes históricos, empezando por el propio Artur Mas, no consiguió ni un miserable escaño en el Parque de la Ciudadela. Ni uno.

Novena fuerza en número de votos y con apenas el 2,72 % de los sufragios emitidos, pasó de gozar de la hegemonía casi absoluta en la demarcación a codearse en la más absoluta marginalidad con todo tipo de extraparlamentarios folclóricos e irrelevantes. Y ahí sigue, por cierto. La semana próxima Àngels Chacón, su principal rostro público, mujer seria, rigurosa, formada y competente, intentará de nuevo reanimar su cadáver con la puesta de largo de otra marca comercial. Centrem lo llamaran. No le auguro ningún futuro. Y por una razón simple, a saber: porque los partidos necesitan ser percibidos como útiles para atraer al electorado. Y un partido que no pueda gobernar nunca, que tal será su caso, no es útil.

Ocurre que, tras el 1 de Octubre, ya nada que recuerde a CiU podrá aspirar al poder en Cataluña. CiU barría siempre en las autonómicas porque la derecha españolista también les votaba. Era el gran secreto vergonzante e inconfesable del pujolismo. Pero eso ya no puede ser con Puigdemont. De ahí que la derecha indigenista se vea ahora obligada a elegir. O no gobernar nunca, primera opción. O gobernar siempre en coalición con la izquierda indigenista, segunda y última opción. Algo, lo anterior, que les fuerza a competir todos los días en radicalidad retórica y postureo insurgente con ERC. Ninguna otra tercera posibilidad existe. Ninguna. Malos tiempos, pues, para la lírica centrista.

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