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Luis Herrero Goldáraz

"Las cosas no son tan sencillas"

Yo no querría ser ciudadano ruso ahora mismo porque sé que hace falta un tipo de valor que yo no tengo para levantarse contra el sátrapa.

Yo no querría ser ciudadano ruso ahora mismo porque sé que hace falta un tipo de valor que yo no tengo para levantarse contra el sátrapa.
Manifestantes en Moscú contra la guerra en Ucrania y Putin. | Cordon Press

Leyendo a Walter Kempowski, lo primero que uno piensa es que no querría haber sido un ciudadano alemán durante el auge del nazismo. No digo un miembro del partido, ni un soldado en el frente. Digo nadie que pudiese comprobar en primera persona la facilidad con la que se acallan los dilemas morales cuando dejarlos pasar no implica ningún daño. Se repite entonces el famoso verso de Niemoller –"cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar"– y entran ganas de añadirle unas preguntas: ¿qué pasaría si, después de eliminar a todo lo "indeseable", los nazis no viniesen nunca a buscarnos?, ¿quién nos protege cuando los únicos con poder para condenarnos somos nosotros mismos? Leyendo Todo en vano, de Kempowski, uno se da cuenta de que la historia puede ser puñetera antes incluso de ponerse violenta, y de que las verdaderas desgarraduras de conciencia suelen llegar tiempo después, en el momento en el que se hace imposible dejar de reconocer que la inacción estuvo muy pegada a la aquiescencia. "Las cosas no son tan sencillas", repiten los personajes de la novela –gente corriente que hizo su vida a la sombra del tirano–, cuando todo empieza a desmoronarse. Su relato sólo consigue subrayar el hecho de que lo complicado suele ser precisamente escoger el camino sencillo, que no necesita de requiebros intelectuales pero cuesta mucho más caro.

Han pasado varias décadas desde el despertar siniestro de la sociedad alemana. Hoy nadie necesita haber leído a Kempowski para no querer ser ciudadano ruso durante el auge de Vladímir Putin. Lo que pasa es que puede que todavía algunos no lo sepan. Caen las bombas en Ucrania, se repasan los discursos trasnochados del cacique y aún se escuchan aquí al lado, entre nosotros, desde la seguridad que da una democracia que no encarcela opositores, esa misma frase equidistante: "Las cosas no son tan sencillas". Algunos hablan del oso ruso, de la osadía de la OTAN y le restan importancia al hecho de que el único que ha agredido es el que pretende venderse como víctima. No dicen que Ucrania lleva amenazada durante lustros, ni que ha sido su necesidad de sentirse a salvo de la bestia lo que ha terminado despertándola. Simplemente se revuelven y repiten esa frase: "Las cosas no son tan sencillas".

Pero lo curioso es que en el fondo sí lo son, aunque estar dispuestos a aceptarlo las complique. Yo no querría ser ciudadano ruso ahora mismo porque sé que hace falta un tipo de valor que yo no tengo para levantarse contra el sátrapa cuando la alternativa es más beneficiosa. Quedarse callado, sin embargo, es aprobarle. Y aceptar las complicaciones que vende su discurso es comprarle el marco mental que justificaría nuestra aniquilación, si la situación lo requiriese. Así que sí, las cosas son más bien sencillas. O se condena el discurso y los actos del nacionalista autoritario, nostálgico de un pasado imperial que bien le merece iniciar una guerra, o se colabora con sus delirios. En Rusia miles de personas lo saben y han estado dispuestas a ir a la cárcel por no permitir que su silencio se pudiese malinterpretar. Aquí, otras tantas repiten que las cosas no son tan sencillas. Habrá que recordar quién lanzó las amenazas, cuando todo esto termine, y dirimir justamente quién fue el criminal, por más motivos que guardase para asestar el fatal golpe.

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