Hace ya casi 28 años que el entonces ministro de Obras Públicas, el socialista Josep Borrell, hizo un diagnóstico tan rotundo como acertado: "Sin trasvases no hay solución al desequilibro hídrico en España". Desde entonces se han sucedido los gobiernos sin que ninguno haya ejecutado —desde los tiempos de Aznar ni siquiera ya se ha planteado— una política encaminada a lograr algo tan sensato y de sentido común como llevar agua de donde sobra a donde falta: el Plan Hidrológico Nacional impulsado por Borrell en el 94, que contemplaba un trasvase desde el Ebro de 1.642 hectómetros cúbicos anuales— se quedó a las puertas del parlamento, dinamitado por los enfrentamientos entre las comunidades leonesa, manchega y valenciana. Aznar, por su parte, sí logró con los años el consenso del Consejo Nacional del Agua, que agrupaba a las asociaciones de regantes, confederaciones hidrográficas y administraciones públicas, así como toda la financiación necesaria —incluidos los más de 4.000 millones de euros provenientes de Bruselas— para un Plan Hidrológico Nacional que, entre otras cosas, planteaba un trasvase del Ebro a las cuencas deficitarias del mediterráneo de 1.050 hectómetros cúbicos anuales al tiempo que respetaba el caudal ecológico del rio de 3.009 hectómetros cúbicos anuales, cantidad mínima de agua que debe llevar el río para que no haya problemas para el entono natural. La inesperada victoria electoral de Zapatero en 2004, sin embargo, tumbó el proyecto ya en obras, en una de sus primeras y más demenciales decisiones políticas al dictado de sus socios separatistas. En lugar de ello, Zapatero y su ministra Carmona propusieron el uso sistemático de plantas desaladoras que sólo proporcionan agua escasa, cara y de mal calidad y que, además, genera daños ecológicos en el fondo marino.
Rajoy, por su parte, aunque llegó incluso a manifestarse junto a los agricultores contra la derogación del PHN, lo cierto es que, llegado al gobierno, ya no se atrevió siquiera a pronunciar la palabra "trasvase" e hizo, como en tantos otros ámbitos, una política hídrica absolutamente continuista respecto de la que hizo Zapatero.
Cuando ya creíamos que no existía límite para el deterioro, llegó, sin embargo, Sánchez a la Moncloa, cuya política hídrica podríamos tildar, aun más abiertamente, de "destruccionista": Así, el Ejecutivo social-comunista no sólo ha asestado el golpe definitivo a pequeños trasvases —como el del Tajo-Segura— sino que se ha dedicado a destruir presas y embalses: solo el año pasado, el Ejecutivo de Sánchez, de la mano de su demencial Ministerio para la Transición Ecológica, demolió 108 presas y azudes como parte de las medidas de la Agenda 2030.
Poco importa lo mucho que se está intensificando la sequía en Alicante, donde sus pantanos están a un tercio de su capacidad; poco importa que este mal endémico se recrudezca también en Almería o en Murcia, donde hasta 14 municipios han tenido que revisar contrareloj sus planes de emergencia: Sánchez no se acuerda de la España seca ni cuando visita los estragos que causa la lluvia en la España inundada. Eso, por no hablar del parque de Doñana, donde Sánchez, tras más de cuatro años en el poder, sigue sin ejecutar las obras que prometió en la Ley 10/2018 para transferir agua de los ríos Tinto, Odiel y Piedras a la cuenca del Guadalquivir, unas actuaciones declaradas de Interés General del Estado y con las que sí se podría ayudar a aliviar la presión del entorno.
Finalmente, algunos dirán, con razón, que Feijóo tampoco parece mojarse a la hora de plantear una alternativa a esta "ruptura de facto" de España, tan inadmisible como la que imposibilita estudiar en español en muchas partes de España. Tiempo habrá de juzgarlo, pero ahora toca denunciar la responsabilidad de quien lleva cinco años en el gobierno y su pertinaz incompetencia ante un problema endémico que sufre buena parte de España.