
Prueba de que Francia sigue siendo un país mucho más serio que España es que te puedes fiar de las encuestas. De ahí que, a pesar de que empiezo a redactar esto en la mañana del domingo, doy ya por sentado que va a ganar la extrema derecha y que el Frente Popular se colará para disputar el balotaje contra el novio de la sobrina de Le Pen, una especie de Gabriel Rufián en versión facha. Lo de Francia, ya se sabe, admite muchas lecturas, desde la decadencia económica fruto de la mundialización a los estragos de un multiculturalismo inviable, pero hay una que a mí me parece obvia y en la que no se suele reparar demasiado.
Me refiero a lo odiosa que puede llegar a resultar la figura humana de Macron entre amplios estratos de las capas populares del país. Porque Macron es una especie de Obama blanco, otro tipo exquisito, guapo, elegante, cultísimo, refinadísimo y formadísimo que, con su sola presencia silente, consigue humillar al paisano vulgar y corriente de la Francia profunda y pueblerina que a duras penas logró terminar la escuela secundaria. Y por eso los yanquis de abajo votaron en masa a Trump, un multimillonario de la elite que, sin embargo, se esfuerza todos los días por parecer tan tosco y ordinario como ellos.
No por casualidad, y aparte de haber dado un braguetazo tan óptimo, el tal Bardella da el perfil del típico francés del montón, un fulano sin humos ni aires de nada con el que te puedes cruzar en el bar de la esquina, la perfecta antítesis de la altiva aristocracia funcionarial salida de la ENA cuyo paradigma encarna como nadie Macron. Será un cafre, sin duda, pero no parece el clásico borde clasista de la élite parisina, esa tan insufrible que siempre mira por encima del hombro al resto del Universo. El nuevo capitalismo meritocrático está creando en todas partes ese perfil psicológico tan arrogante entre los ganadores. Y los perdedores, que son mayoría en las cabinas de votación, lo perciben. Y les repugna.