Lo normal estos días, si se posee un mínimo de eso que dan en llamar "sensibilidad democrática", es notarse abotargado. Llevábamos tantos años teniendo que repetir aquello de que el nuestro no es un sistema perfecto, pero sí el menos malo de cuantos ha probado a lo largo de su historia la humanidad, que de tanto paladear el amargo sabor que deja en el alma la defensa perpetua de las cosas más obvias nos hemos terminado por indigestar. En términos generales, es muy cansado tener que convivir con pirónamos pirofóbicos, esos revolucionarios de red social que abogan por reducir a cenizas el lugar del mundo en el que se goza de más libertad y comodidad material, pero que no se marchan nunca a aquellos "paraísos" que su ideología ha incendiado ya. Y más cansado es hacerlo en semanas como esta, cuando lo único que se escucha es su silencio ante el crepitar de las llamas sobre Venezuela, junto a algún comentario tímidamente audaz dispuesto a venderlo, encima, como si se tratara de un fuego purificador.
Tampoco ayuda dirigir la mirada hacia nuestro propio jardín. Son días, como digo, como de cementerio vienés. Días como de espera eterna a la orilla de un camino, igual que Joseph Cotten al final de El tercer hombre. La diferencia es que el desamor que por ahí se acerca y que no termina de llegar no es el de ninguna mujer rencorosa, sino el de una democracia que se ha ido resquebrajando ante nuestros ojos, el de un colapso que parecía escrito desde hace décadas y que sólo ahora, que ya está casi a nuestra altura, nos enseña nítidamente la callada frialdad con la que anuncia que nos sobrepasará.
Ni siquiera puede sorprendernos demasiado. Lo venimos observando en toda su andadura, a medida que se aproximaba a nuestros días, así que hemos podido analizar cada una de sus etapas. Hoy sabemos que no eran necesarios grandes cambios de ritmo para reventar de un tirón nuestro sistema constitucional. Sólo pasos paulatinos, algunos cortos y otros más largos, reforzados en cada parón por la profunda indiferencia de una sociedad que le confirmaba con su inmovilismo que tenía permiso para continuar.
De repente, nos hemos visto viviendo en un país en el que un presidente aupado a diversas minorías parlamentarias puede modificar nuestro Código Penal y dejarnos indefensos ante futuros intentos de sedición. O decidir personalmente, sin pedir ningún permiso ni rendir cuentas ante nadie, un cambio de criterio histórico en nuestra política exterior con respecto al Sáhara. Puede amnistiar a unos golpistas condenados, que es lo mismo que reconocer que nuestra democracia no lo es tanto y que debe compensarlos, además de pedirles perdón. E iniciar, según él, un proceso de modificación de nuestro régimen territorial pasando por encima de la ley, sin haberlo debatido antes y sin preocuparse siquiera por si una mayoría de españoles lo apoyará… El consuelo que nos queda es que al menos nos ha demostrado algo útil. Concretamente, que se pueden emprender reformas estructurales aunque sean enormemente impopulares. Lo único que nos falta es un dirigente que se atreva a llevarlas a cabo no pensando en su propio beneficio, sino en el de España en general.