Mis padres, que eran de Lugo y tuvieron que emigrar a Barcelona porque allí, en su tierra, las oportunidades para poder sacar adelante una familia se aproximaban tendencialmente a cero, no me creerían si hoy les pudiera explicar que, según los últimos datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística, esa provincia agrícola y crónicamente deprimida, Lugo, se ha convertido en un poderosísimo imán que atrae a trabajadores de otros continentes. Al punto de que el 23,4 % de sus habitantes, casi una cuarta parte del censo local, nació en algún país extranjero. Y continuarían sin dar crédito a mis palabras cuando añadiera que en Orense, la otra demarcación asociada desde siempre a la Galicia rural, pobre e interior, el porcentaje de extranjeros residentes todavía resulta ser mayor, alcanzando ahora mismo un 26,7% del total.
Ellos no lo entenderían, pero su hijo, que gracias a su trabajo y esfuerzo pudo ser economista, tampoco lo entiende. Y no lo entiende porque ninguna lógica económica convencional podría ofrecer una explicación satisfactoria a las profundas transformaciones demográficas que se están produciendo a ritmo acelerado, no ya en las grandes ciudades y la costa mediterránea, sino en lo más profundo de la España decadente y despoblada. ¿Qué demonios hacen todos esos extranjeros instalados en un lugar donde nunca jamás se han creado empleos?
Bueno, cuidan a los viejos que después les pagan en negro con el dinero que reciben del Estado a través del sistema público de pensiones; y los que no se ocupan en eso, se emplean en trabajillos ocasionales que complementan con el ingreso mínimo vital. Expuesto de otro modo, más crudo: la aparente bonanza y prosperidad ficticias que transmiten los indicadores estadísticos oficiales, tan complacientes siempre con el constante crecimiento del empleo y de la población en España, esconden la realidad de una economía ficticia sustentada en el subsidio indirecto del Estado al empleo ilegal y masivo de inmigrantes. Algo que, para más inri, resulta insostenible en el tiempo, toda vez que depende para existir de una cohorte de población ya en el fin de su vida. Están incubando un desastre.