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DRAGONES Y MAZMORRAS

Morir o que te maten, esa es la cuestión

Si no fuera porque el cronista, de acuerdo con el decálogo elaborado por el escritor chileno Joaquín Edwards Bello (vid. El inútil de la familia, de Jorge Edwards, libro del que hablaré en su momento), ha de atenerse a los hechos de los que ha sido testigo, me habría gustado detenerme en esos Premios Goya del domingo pasado, que por primera vez en dos años se celebraron sin pegatinas ni proclamas políticas, precisamente cuando más motivos había para llevar las primeras y emitir las segundas.

Si no fuera porque el cronista, de acuerdo con el decálogo elaborado por el escritor chileno Joaquín Edwards Bello (vid. El inútil de la familia, de Jorge Edwards, libro del que hablaré en su momento), ha de atenerse a los hechos de los que ha sido testigo, me habría gustado detenerme en esos Premios Goya del domingo pasado, que por primera vez en dos años se celebraron sin pegatinas ni proclamas políticas, precisamente cuando más motivos había para llevar las primeras y emitir las segundas.

No me refiero solamente a la situación del cine español, en franca decadencia, tanto peor cuanto más subvencionado, sino a la del mundo en general, ante cuyas desgracias esas personitas de papel cuché dicen ser tan sensibles.

Bardem, en los Goya 2003, con una pegatina del No a la Guerra.En esta ocasión, conseguido ya su objetivo bajamente político de derribar al PP, han olvidado todo lo que no sea celebrar su escaso talento. Han olvidado el plan Ibarreche –que, por cierto, no les conviene desde el punto de vista aprovechategui que les caracteriza– ; han olvidado a las víctimas del terrorismo, de ETA y del islamismo, y me pregunto si invitaron a la ceremonia a Pilar Manjón; han olvidado también que ese islamismo flagrante e hiriente ha golpeado al cine en la persona del director holandés Vincent Van Gogh. Por último, han olvidado que ese mismo día 45 personas morían en Irak por acudir a votar; pero qué digo, si muchos de los que estaban ahí aplaudiéndose –los amiguitos y amiguitas de Sadam– seguro que también estuvieron en la manifestación, mínima pero suficiente (unas 500 personas, según me dicen), que hubo ese mismo día en Madrid, en el Kilómetro Cero, contra las elecciones en Irak, contra la democracia.
 
Asistí, en cambio, a otras dos ceremonias de muy distinta índole, que conmemoraban el Holocausto, la Shoá. La primera (el Día Oficial de la Memoria del Holocausto y la Prevención de los Crímenes contra la Humanidad) tuvo lugar en el Congreso de los Diputados, y la segunda (Recuerdo del Holocausto) en la Asamblea de Madrid. Como saben, hace sesenta años los soviéticos liberaron el campo de Auschwitz –llevándose, por cierto, unos cuantos compatriotas a sus propios campos de concentración, pues en eso fueron pioneros–, pero a tenor de la actitud oficial española, que lo reconoce oficialmente por primera vez, parecía talmente que hubiera sucedido ayer. Sin embargo, se llevaba haciendo en el mundo desde hacía tiempo, y en España sólo la Comunidad Autónoma de Madrid le había prestado la debida atención, desde hace ahora cinco años.
 
No voy a repetirles lo que seguramente ya han leído u oído en otros medios de comunicación, pero les comentaré que en el Congreso, aunque me alegré del reconocimiento y la atención prestada a este terrible acontecimiento, me dio la impresión de que se estuviera enmascarando algo. La insistencia en poner en el mismo plano a los judíos y a los demás presos me resultaba irritante, porque en el horror y la desgracia, como en tantas otras cosas, hay grados, hay jerarquías.
 
Me explico: no es que los homosexuales y los republicanos y los presos políticos que padecieron y murieron en los campos no merezcan toda mi piedad y mi consideración, es que me pareció que la insistencia en destacarlos y equipararlos a las víctimas judías, además de una manera de justificar mejor el acto que se estaba celebrando, era una manera de minimizar el verdadero objetivo de los nacionalsocialista alemanes: la erradicación de la faz de la tierra de los judíos, por encima de cualquier consideración religiosa o política, lo que pone en muy diferente situación a las víctimas políticas o religiosas, pues, como comentó alguno de los oradores (aunque creo que fue en el acto de la Asamblea de Madrid), en los campos los prisioneros políticos se morían, pero a los judíos los mataban. La diferencia no es poca.

El filósofo Gabriel Albiac.No terminó aquí la cosa, porque el mismo día 27, por la tarde, se celebraba en el Círculo de Bellas Artes un coloquio sobre “Los judíos españoles ante la nueva judeofobia”, patrocinado por la Comunidad de Madrid, con la participación de Jacobo Israel Garzón, Gabriel Albiac, Sultana Wahnon y Juan Carlos Vidal, moderados por Jon Juaristi. Todos ellos son personas cuya trayectoria conozco, y no me extrañó que una vez más acertaran de pleno en sus apreciaciones. Albiac recordó el Holocausto y los campos en la persona del poeta francés Robert Desnos; Jacobo Israel, autor, junto a Uriel Macías, de una historia de la comunidad judía de Madrid, rememoró los avatares de la misma en la época moderna.
 
Sultana Wahnon, de la Universidad de Granada, estuvo particularmente brillante y tajante. Entre otras cosas, señaló la existencia en la actualidad de dos tipos de judeofobia: 1) el nuevo antisemitismo árabe, más político que racista, aunque comparte con los nacionalsocialistas su vocación de exterminio, y 2) el antisemitismo occidental, islamoprogresista y neoizquierdista. Juan Carlos Vidal, director de cultura del Instituto Cervantes, que fue director de los centros de Varsovia y Tel Aviv, estableció un paralelismo muy acertado entre los campos de trabajo (no muy diferentes del Gulag, tachando a este último incluso de peor) y los de exterminio, y recordó la ignominia de Saramago cuando comparó la política israelí con la nazi (¡para que hablen de la banalización de Auschwitz!).
 
Respecto a Juaristi, que, como dije, ejercía de moderador, sólo destacaré una frase, ciertamente irónica: “La mayor aportación de España a la historia de los judíos es la expulsión de los judíos”. No es de extrañar que tardaran sesenta años en enterarse de que hubo otros que quisieron exterminarlos.
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