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Javier Somalo

#YoMeQuedoEnCasa… ¿a recibir al francés?

La paciencia se agota cuando vemos a franceses bebiendo en Malasaña bajo la ventana del resignado que no puede ir a su casa, allende las lindes.

La paciencia se agota cuando vemos a franceses bebiendo en Malasaña bajo la ventana del resignado que no puede ir a su casa, allende las lindes.
Turistas llegando a un aeropuerto español. | EFE

Desde cualquier punto de León podemos viajar a Soria sin salvoconducto. Entre esas provincias podemos hacer un recorrido entre Villafranca del Bierzo (León) y Arcos de Jalón (Soria) de 509 kilómetros. Pero ojo con traspasar la raya fronteriza, aunque sean unos metros, con Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco, La Rioja, Aragón, Castilla La Mancha, Madrid o Extremadura.

De Oropesa (Toledo) a Caudete (Albacete) tenemos unos 470 kilómetros en coche sin temor a violar la norma en el estado de alarma. Pero no se nos ocurra pasar de Casarrubuelos (Madrid) a la colindante Illescas (Toledo) ni persiguiendo a un conejo. Hay metros que son ilegales y cientos de kilómetros que son libres. Y claro, el virus lo sabe y cuando el tipo berciano pisa territorio astur o cuando el madrileño pone un pie en La Mancha, la cosa se desboca. Pero, según parece, la raya administrativa protege y desalienta al bicho. De locos. Y de inútiles.

Sólo por detenernos en una comparación, Castilla y León tiene 94.224 kilómetros cuadrados y 2.394.918 habitantes. Madrid, comunidad uniprovincial, tiene 8.028 kilómetros cuadrados y 6.779.888 habitantes, según el censo del INI en 2020. No creo que los cierres perimetrales autonómicos se hayan decretado por el bien del ciudadano ni con asomo de criterio científico. Pero antes que ponerse a pensar, el Gobierno se ha agarrado a una convención administrativa, el sistema autonómico, para sostener algo que parezca una norma lógica y cubra su incompetencia.

Ya hemos sufrido las fronteritas en otros casos dramáticos como los incendios forestales. Hay matojos y matojos, no hay más que verlos, tan distintos entre sí. Pero no, la raya administrativa, aunque la pinten, tampoco detiene al fuego y menos aún con la absurda ley de montes de factura ecoignorante que impera en España y que también tiene su nivel nacional, autonómico y local, o sea, triple, desastroso e inoperante pero muy normativo y coercitivo.

Y de ahí podemos pasar al sistema de salud y, sobre todo, a la desaparición de nuestros historiales médicos a la hora de pedir un medicamento con receta si vamos a una farmacia que no es de nuestra comunidad. O a la diferencia entre heredar y rechazar la herencia porque en unas comunidades se facilita y en otras se penaliza con impuestos, literalmente hasta la muerte. Hay demasiados ejemplos para ilustrar que el sistema autonómico no se está manejando a favor del ciudadano y lo digo desde una comunidad, la de Madrid, que sí lo intenta. O sea, que es posible. Pero a algunos se les llena la boca de Europa mientras practican en casa el fronterismo estanco.

Franceses en Malasaña

La paciencia y los kilómetros se agotan cuando vemos a franceses bebiendo en Malasaña bajo la ventana del resignado que no puede ir a su casa, allende las lindes. Ya pagarán la factura de un rebrote los irresponsables jóvenes españoles. Se agota también toda paciencia al contemplar a alemanes arreglando sus jardincitos soleados mientras otros siguen pagando el IBI de una casa de pueblo cuyo tejado quizá sea un colador tras el paso de la amiga Filomena. Eso sin contar con el miedo a que los okupas, representados oficialmente por este Gobierno, decidan que el parque de segundas residencias es intolerable y lo conviertan una exposición de entrada libre para adquirir vivienda digna a patadas, un derecho inalienable superior a cualquier otro.

No tengo nada contra franceses, alemanes, ingleses o italianos —de bien— que vienen a disfrutar de un país maravilloso como el nuestro en el que pueden hacer de todo, incluso comer o cenar muy bien, a buen precio y a cualquier hora. De hecho me encantaría que volvieran —los de bien— a llenar hoteles, bares, teatros, museos y calles. Pero ahora es un agravio y, sobre todo, un peligro. Y, dentro de España, también es completamente absurdo e inútil el cierre por comunidades, unas extensas y poco pobladas y otras pequeñas y repletas.

Porque claro, las fronteras de verdad, los aeropuertos, auténticas ferias de variantes del virus, importan menos para detener la pandemia y son competencia de unos señores que ya se han lavado las manos hace mucho tiempo y que andan atareados en rescatar aerolíneas estratégicas, tan estratégicas que parecen hechas para la revolución bolivariana. Menudo avión el de Plus Ultra. Ni el Dragon Rapide. Es todo lo que saben de tráfico aéreo.

Tendremos que abocarnos al transfuguismo geográfico o, por seguir la moda, al “patrón fluido”: hoy me siento aragonés y puedo viajar aunque resida en Jerez pero mañana lo mismo mi corazón comparte el latido del Teleno y me voy a León sin que las autoridades puedan discutir mis impulsos. Además, ya ha dicho el doctor Simón, que sigue siendo director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, que las mascarillas sólo deberían llevarlas los contagiados… pero que como no se sabe quiénes son y además ya las venden en el súper… pues casi mejor que nos las pongamos todos. Y luego se ríe y le ríen los que no han sufrido alguna desgracia.

Trabajar contra la pandemia es luchar sin descanso para evitar contagios, sufrimiento y muerte gestionando la vacuna con todos los medios al alcance y, además, ser capaz de paralizar lo menos posible un país. No se ve ni el intento. El Gobierno español ha ido sumando desastres organizativos, mentiras y ocultaciones desde el primer muerto. Está todo documentado, nos hemos hartado de ver vídeos en los que se recomendaba lo contrario a lo que era recomendable pero, como todo lo esconden, no aparecemos en el lugar que nos correspondería en las listas: en los últimos de lo mejor y en los primeros de lo peor. Con cien mil muertos y bastantes más familias rotas por la enfermedad o la ruina.

Pero nos quedamos en casa, a veces a metros del sitio prohibido, viendo beber y regar a franceses y alemanes, porque a César Sánchez le preocupa más echar al PP de Madrid, y luego de donde pueda. Está convencido de que gobernará, eterno, sobre las provincias de la Pax Augusta aunque no haya latín, ni comercio, ni Derecho, ni ya apenas ciudadanía.  

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