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Jesús Laínz

Las cosas sociales de Dios

Significativo, vive Dios, este nuevo empujón papal hacia la conversión de la Iglesia en una ONG.

Francisco I –no el mayestático monarca de Chambord sino el campechano papa de Roma– ha regalado hace unas semanas a Raúl Castro un ejemplar de su exhortación apostólica Evangelii Gaudium y le ha animado a leerla convencido de que "algunas cosas sociales" de ella le van a gustar. Por lo visto, el dictador comunista recibió con agrado la sugerencia papal, puesto que se apresuró a declarar: "Si el Papa sigue así, volveré a rezar y regresaré a la Iglesia". Debe de ser que la existencia o la inexistencia de Dios, y por consiguiente la oportunidad o no de dirigirle oraciones, depende de las “cosas sociales” que mencione un papa en un momento dado.

Significativo, vive Dios, este nuevo empujón papal hacia la conversión de la Iglesia en una ONG tras el enorme impulso, perpetuamente acelerado desde entonces, dado por aquel concilio que, con el afán de acercar la Iglesia a la sociedad, consiguió exactamente lo contrario. Échese un vistazo al estado actual de la Iglesia, al número de sus practicantes, al número de sus pastores, al número de sus creyentes. El réprobo de Gómez Dávila lo enunció magistralmente: el mundo vuelve la espalda al cristianismo que no se la vuelve.

¡Cómo ha cambiado en sólo un siglo la relación entre Dios y el comunismo! Todavía no se han cumplido cien años desde que, al frente de su hueste euroasiática, galopara por Mongolia el barón Roman Nikolai Maximilian von Ungern-Sternberg. Noble báltico al servicio del Zar, Ungern se enfrentó a la revolución bolchevique y consiguió ser el último general blanco en sucumbir, ya en 1921, ante el irrefrenable empuje del Ejército Rojo. Cautivado por el misticismo oriental y enemigo del materialismo occidental, budista y abnegado defensor de la Rusia ortodoxa, temido por sus oficiales y adorado por unos soldados que le consideraban la reencarnación de Gengis Kan, Ungern ha pasado a los anales como el Barón Loco.

De él se cuenta que tras la toma de Urga, actual Ulan Bator, y antes de proceder al habitual fusilamiento de los dirigentes bolcheviques, mantuvo esta conversación con el presidente del sóviet local, un pope ortodoxo metido a comunista:

–Pero ¿cómo ha podido usted, un hombre de Dios, hacer causa común con estos revolucionarios y criminales?

–Las buenas ideas del cristianismo –respondió el clérigo– se han entumecido al correr de los siglos; ya sólo son palabras a las que nadie ajusta sus actos. Hoy sólo el comunismo es la verdadera y pura doctrina, que, como el cristianismo primitivo, traerá a los hombres de todos los pueblos y razas la verdadera felicidad.

–Si tuviera más tiempo y si viviéramos en una época más sosegada –replicó el barón–, fácilmente le demostraría que el comunismo no es la felicidad del hombre, sino su perdición. Pero los tiempos de peligro no requieren palabras, sino hechos. Tan solo quiero que oiga estas palabras: el cristianismo exige: lo mío ha de ser también tuyo. Ésa es la doctrina del amor al prójimo. El comunismo, por el contrario, promulga el principio que mejor se adapta a los instintos más bajos: lo tuyo también es mío. Y eso, que significa la lucha de clases, es solamente una de las diferencias entre el comunismo y el cristianismo.

Quizá Ungern fuese un loco. Pero un loco sin un pelo de tonto.

Regresando, pues, a nuestros días y al Santo Padre, cositas sociales como éstas que comentaba tan divertido con el comunista cubano, y como la más reciente todavía de declarar su deseo de que se establezca un gobierno mundial –¿será capaz de suponer que dicho gobierno mundial ejercería su poder bajo el signo de la Cruz?–, parecen demostrar el empeño de Francisco I en disolver el catolicismo en sociología. Sin duda el camino más corto para dar la razón a san Malaquías.

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