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José García Domínguez

Los nazis, los lazis y Tarradellas

El viejo, orgulloso e insobornable depositario de la legitimidad de la Generalitat republicana, fue el primero en decir la verdad sobre la dictadura blanca de Jordi Pujol.

El viejo, orgulloso e insobornable depositario de la legitimidad de la Generalitat republicana, fue el primero en decir la verdad sobre la dictadura blanca de Jordi Pujol.
Josep Tarradellas y, a su izquierda, un diminuto Jordi Pujol.

Gracias a un Gobierno de España, y para íntima desolación de los actuales amos del país petit, el principal aeropuerto de Cataluña se va a llamar Josep Tarradellas, y no Sant Ubú President, como seguramente le hubiera gustado al Torra. Contra Tarradellas, al que la famosa burguesía nacionalista catalana humilló durante el franquismo hasta el extremo ominoso de tenerlo viviendo durante casi treinta años en una antigua casa de putas de un pueblo del sur de Francia en la más literal y estricta de las miserias económicas, se hicieron, y a instancias de esos mismos, las cosas más rastreras e indignas tras su regreso a Cataluña. Bajezas miserables como el encargo oficial por parte del ya incontestado mandamás Jordi Pujol, el genuino padre putativo tanto del Payés Errante como de todos esos niños bien de los CDR que hoy juegan a la revuelta con el iPhone 5 en el bolsillo, para tratar de encontrar indicios probatorios en los archivos berlineses de la Gestapo que lo pudieran implicar en la entrega de Lluís Companys a las autoridades españolas por parte de las fuerzas de ocupación en Francia.

Evidentemente, no pudieron encontrar nada. Pero lo intentaron. Y con denuedo. De ahí que, pese a todos los exhaustivos esfuerzos infructuosos con tal de poder lanzar un cubo de estiércol subvencionado sobre la memoria de Tarradellas, Josep Benet, el turbio meapilas montserratino a sueldo de Pujol a quien se le encargó el trabajo, acabase publicando, huelga decir que con fondos de la Generalitat, un mamotreto calumnioso en el que la palabra delación serpenteaba pestilente en un buen puñado de páginas. Tarradellas, el viejo, orgulloso e insobornable depositario de la legitimidad de la Generalitat republicana, había osado ser el primero en decir la verdad en público sobre la dictadura blanca en que devino Cataluña al poco de alcanzar los nacionalistas el poder institucional en la Plaza de San Jaime. Y el decir la verdad, en Cataluña, esa Sicilia sin luparas, siempre se paga. Y caro.

Por eso los convergentes no tardaron en arrendar los servicios profesionales del que poco antes había sido el candidato democristiano de los comunistas del PSUC, siempre tan equivocados con el modelo italiano, cuando las primeras elecciones autonómicas, las que ganó Pujol. Como tantos otros después, a Benet le faltó tiempo para saltar de bando. Y a cambio de una sinecura con catorce pagas más dietas y gastos de representación, la derivada de un chiringuito administrativo creado a su medida y que todavía hoy lleva el muy pomposo nombre de Centro de Historia Contemporánea de la Generalitat, Benet se puso manos a la obra en la empresa de relacionar a Tarradellas con los nazis, traición a Companys mediante. El objetivo último era evidente: convertir a Tarradellas en el responsable directo del fusilamiento de Companys en el castillo de Montjuich. A eso se dedicó esa gentuza desde el primer que ocuparon todos los despachos oficiales en Cataluña. Por eso es un acto de justicia poética lo del Prat.

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