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José García Domínguez

Podemos y el franquismo

No se puede hablar en serio de oposición democrática alguna al franquismo por la muy sencilla razón de que tal cosa jamás existió.

No se puede hablar en serio de oposición democrática alguna al franquismo por la muy sencilla razón de que tal cosa jamás existió.
EFE

Confieso que durante años viví acomplejado pensando que no había corrido lo suficiente delante de los grises. Me removía la conciencia el pensar que todo aquel tiempo dedicado a frecuentar la prosa de Pessoa inmerso en la indolencia impune de la juventud primera, el resto de mis conciudadanos lo habrían ocupado en acudir a las barricadas para luchar por las libertades democráticas, de las que también yo estaría llamado a disfrutar en el futuro. Fue aquel un sentimiento de culpabilidad que me acompañó hasta que cayó en mis manos el dietario de Cambó. Allí, ese gerundense tan inteligente como cínico describe la ardiente devoción revolucionaria con que cientos de miles de barceloneses concelebraron el funeral del libertario Durruti. Por lo visto, se trató de un alarde popular sólo comparable a la entusiasta acogida con la que, apenas un par de años después, también cientos de miles de barceloneses recibieron a la soldadesca franquista que venía a ocupar nuestra ciudad a su paso por la Diagonal. Según Cambó, eran los mismos. Y seguramente los eran.

Son viejas historias, las de los grises, los macutos de napa, las vietnamitas, los saltos en Canaletas y las trenkas, que para mí no tienen ningún interés. Pero quién iba a imaginar que tantos años después, ya enfilada la última vuelta del camino, nos iba a llegar la chiquillería de Podemos otra vez con todo aquel material de desguace sentimental. Otra vez con la mitología tan manida del franquismo y el antifranquismo. Una mitología, la hoy canónica entre la chavalada, que se fundamenta sobre dos premisas erradas. La ficción de de que hubo alguna vez una quimérica oposición democrática contra la dictadura. Y la ficción pareja de que la autocracia de Franco dio forma a un genuino régimen totalitario. A propósito de la primera, confieso que yo personalmente no oí hablar de ningún demócrata tangible en aquel tiempo. Se mentaba, eso sí, a comunistas de todas las facciones y obediencias imaginables, a anarquistas de la CNT, a nostálgicos de la FAI, a independentistas catalanes del PSAN, hasta a carlistas de la corriente autogestionaria que lideró Carlos Hugo de Borbón Parma. De todo, menos demócratas de verdad y socialistas, que tampoco de eso había.

Y es que no se puede hablar en serio de oposición democrática alguna al franquismo por la muy sencilla razón de que tal cosa jamás existió.

En cuanto a la otra mercancía teórica de contrabando, aquí, en España, la distinción entre los Estados autoritarios (como el franquista) y los totalitarios es sutileza excesiva. Y sin embargo no resulta posible entender la naturaleza del régimen de Franco sin contemplar esa diferencia fundamental. Porque los auténticos totalitarios, tanto los fascistas como los comunistas, eran por encima de cualquier otra consideración colonizadores obsesivos de la privacidad. Su premisa mayor consistía en demoler todas las barreras que separan la vida íntima de la pública. Su vocación común era la de ingenieros de almas. Pero ocurre que el franquismo con mando en plaza nunca participó de semejantes fiebres utópicas. De hecho, postularía justo lo opuesto, esto es, el apoliticismo, la pasiva desmovilización de la población. Los totalitarismos se legitimaban por la raza, la sangre, la tierra o la emancipación del proletariado. El franquismo, en cambio, lo intentó facilitando con unas letras de cambio que la clase media se pudiera comprar a plazos un Seat 600. Nada que ver. Pero vaya usted a explicárselo a la chavalería.

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