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José María Albert de Paco

Mascarada

Millones de catalanes empezaban a verse condenados a correr las cortinas, cerrar las ventanas y, por si las moscas, tatuarse una sonrisa. Hasta que llegó la Guardia Civil.

Millones de catalanes empezaban a verse condenados a correr las cortinas, cerrar las ventanas y, por si las moscas, tatuarse una sonrisa. Hasta que llegó la Guardia Civil.
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Anoche estuve viendo representar a Patricia Jacas su célebre monólogo de Aleksiévich en un teatrillo del barrio de Gracia, una de esas salas de bolsillo puestas en pie por iniciativa privada, y cuya mera existencia ennoblece el fuste de la ciudadanía. Tras la función, y como es costumbre en el establecimiento, la pareja de promotores sirvió una cena a los asistentes en el terrado del edificio contiguo, donde tienen su residencia. El público (ayer, unos 50) suele recorrer el brevísimo trecho que separa ambos portales con cierta parsimonia, acaso por el sosiego que procura la civilidad, lo que convierte el trámite en uno de mis instantes predilectos de la velada. Con todo, nada resulta comparable al encuentro, ya en la vivienda, del artista con los comensales, que interrumpen el ágape para estallar en una segunda ovación. Aun en ese lance, en que lo normal es que al agasajado, ya vestido de calle, le embargue una cierta vergüenza, Patricia se conduce con una insólita elegancia, si bien en su caso es éste un rasgo que se extiende sobre el resto de su vida. De todo ello iba hablando con Rafa, periodista llegado desde Madrid para cubrir el 1-O, cuando a eso de las diez, y como quiera que además de en Gracia estábamos en Cataluña, el aire se llenó de cacerolas. Luego, ya camino de casa, mi amigo llamó mi atención sobre la clase de individuos con quienes nos íbamos cruzando y, en particular, sobre el modo como vestían. No es que en Barcelona se haya vestido nunca especialmente bien (hasta finales de los ochenta éste fue un lugar de samarreta con lamparones), pero, en efecto, lo que veíamos no parecían barceloneses, sino borrokas con aderezos agro, en lo que se antojaba el compendio estético de cuarenta años de nacionalismo. ¿La Diagonal? ¿El Paseo de Gracia? ¿El fino Ensanche? Todo, absolutamente todo, reducido a un Ripoll con ínfulas, a un poblado que, también a ojos de un foráneo, había dejado de resistir la mirada más cercana. Sobre la una, insomne, veía a los primeros asaltantes congregarse en torno a los colegios: la agria risotada, las 50 horas de voleibol, el taller de piolines de ganchillo... Y entre tanto, la certidumbre de que millones de catalanes empezaban a verse condenados a correr las cortinas, cerrar las ventanas y, por si las moscas, tatuarse una sonrisa.

Hasta que llegó la Guardia Civil.

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