Quizá sea una pretensión fuera de tiempo y de lugar; vamos, lo que los modernos descalifican como una antigualla, propia de seres arcaicos. Es cierto que en un pasado no tan lejano –aquel en el que la verdad era verdad y la mentira, mentira– la coherencia en las actitudes personales era el atributo del ser respetable frente a quien no lo era.
La coherencia de la persona fiable nunca se subordinaba a intereses que, por fugaces, destrozarían el respeto esperado de sus conciudadanos. En los momentos presentes, las cosas son diferentes. Aquella estima y reconocimiento sociales que cada uno pretendía para sí, basados en sus virtudes, en su buen hacer, en su entrega a los demás, en definitiva, en su coherencia, hoy se han visto sustituidos por la mentira como instrumento sociopolítico.
Personajes públicos dicen trabajar por la nación y por sus ciudadanos. El bien común, el bien de todos y de cada uno, se dice que ocupa el frontispicio de cualquier escenario de actuación. Con rapidez, sin embargo, aparecen en la escena pública mil y una formas de corrupción que, tiempo atrás sólo habrían sido propias del delincuente más villano.
El problema hoy, no es nuevo; lo nuevo es la dimensión del mismo, la proliferación de agentes públicos y privados dispuestos a corromperse, vendiendo su primogenitura por un plato de lentejas. Hasta que, como Abraham interpelaba a Yahveh intercediendo por Sodoma, nos podemos interpelar diciendo: ¿y no habrá siquiera un justo?
Pero la corrupción, la incoherencia entre dicho y hecho, no está sólo en la que conlleva resultados económicos, sino en la más grave: la corrupción por incoherencia entre las ideas que se pregonan y los resultados que a las mismas se atribuyen, cuando, objetivamente, quienes las difunden son conscientes de su imposible consecución. Estamos ante la corrupción por difusión del engaño, a sabiendas de que lo es.
Son muchos los ejemplos, pero, quizá por su gravedad, merece mencionarse uno de esta misma semana. Es imposible –como ha hecho el líder de un partido– pregonar la división de España en naciones y autonomías –un paso más en su apología de la revolución– y presentar un programa de gobierno en el que espera que sus medidas produzcan un efecto expansivo de la economía que origine unos ingresos impositivos adicionales de unos treinta mil millones de euros al Estado.
Revolución y economía son campos antagónicos, y tratar de encontrar su conexión es una falacia propia de la corrupción de las ideas. La economía requiere un Estado de Derecho y una estructura político-económica estables; susceptibles de reformas, ordenadas al fin, pero contraria a la ruptura revolucionaria y al caos. La Venezuela de Maduro (chavismo), la Cuba de Castro... son muestras elocuentes de los efectos de una revolución, que pueden prolongarse muchos lustros.
La sociedad debería exigir la coherencia como tarjeta de presentación de todos, pero especialmente de los llamados servidores públicos que, con frecuencia, se sirven de lo público.