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Mikel Buesa

Política de gestos

Me temo que Sánchez, cualquier día, entre sonrisas, meta la pata en un lodazal del que sea muy difícil salir.

Me temo que Sánchez, cualquier día, entre sonrisas, meta la pata en un lodazal del que sea muy difícil salir.
Urkullu y Sánchez en Moncloa | EFE

Mientras el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, recibía en su despacho al lehendakari Urkullu, su nuevo delegado en el País Vasco, Jesús Loza, tomaba posesión del cargo y pronunciaba un discurso conciliador con el nacionalismo. Puede parecer normal, pues si hubiera lealtad entre todas las partes, lo razonable es que las relaciones entre las instituciones, aunque tengan roces, sean más bien pacíficas. Pero esta condición, cuando se habla de los jeltzales, adquiere muchos matices, pues éstos sólo son leales a lo que su partido entiende en cada momento que son los intereses de la patria vasca; lo demás es accesorio, circunstancial y ajeno a la palabra de vasco. Y puede ser traicionado sin escrúpulos, como se demostró recientemente con la caída de Rajoy desde el pedestal de la Moncloa hasta la oficina del Registro de la Propiedad de Santa Pola. Al presidente del PNV, Andoni Ortúzar, le dolió esto y le dio pena, según declaró en la ETB, pero fue inmisericorde en su decisión, pues el partido de los defensores del JEL –de Dios y la Ley Vieja– está por encima de los sentimientos personales. Y el partido ha olisqueado las oportunidades que le ofrece la enorme debilidad política de los socialistas al instalarse en el poder con un grupo parlamentario tan exiguo que va a necesitar renovar la coalición anti-Rajoy cada vez que necesite aprobar algo en el Congreso de los Diputados.

Por eso, Sánchez se deshace en gestos multidireccionales con los que mantener, si no contenta, al menos expectante a la variada parroquia de los que le auparon a la más alta magistratura del Gobierno. Primero fue la exhibición de solidaridad con los inmigrantes en Valencia –mientras, por cierto, un grupo muy superior en número era rescatado de las aguas del Estrecho y del Mar de Alborán, con unos medios mucho más limitados que los empleados en la capital levantina–; luego estuvieron los cabildeos europeos acerca de lo mismo –con el efecto indirecto de negar la pleitesía al rey de Marruecos–; tras ello vino el anuncio de la ley de eutanasia; y por fin llegan las suaves palabras a los nacionalistas.

Éstas, en la versión de Jesús Loza, tienen que ver sobre todo con el asunto de los presos de ETA. Para Loza –al que todavía recuerdo en el trágico momento en el que me pidió permiso para acompañar el cadáver de mi hermano Fernando hasta el horno en el que sería incinerado tras su asesinato–, ese asunto hay que abordarlo "reformulando la política penitenciaria", pues la que viene aplicándose hasta ahora –con el acuerdo, hay que señalarlo, de todas las asociaciones de víctimas de ETA– "no tiene sentido mantenerla… una vez vencido el terrorismo y desaparecida la banda". Ya se ve que Loza –que tal vez por su formación médica no se mezcla en política con los asuntos de la naturaleza– no cree que esa última haya experimentado una metamorfosis y su espíritu, con sus socios dentro, haya tomado forma material en el partido de sus epígonos; o sea, en Sortu. Aunque, si esto es así, no se entiende muy bien que les haya tenido que recordar a los de este partido que "es poco creíble que lo que se considera ilegítimo de cara al futuro [o sea, la herencia de ETA] haya sido legítimo en el pasado"; y que les haya conminado a "desandar caminos [con referencia a la violencia terrorista] para que otros puedan construir puentes, [pues] no se puede pretender que las víctimas tiendan puentes sin que los victimarios desanden caminos". Loza es persona de espíritu bonancible a la que le cuestan las palabras duras; pero son las palabras duras, claras y directas, sin eufemismos pacificadores, las que algún día tendrá que emplear si no quiere que sus interlocutores nacionalistas se le suban a las barbas y le tomen por el pito del sereno.

Pero el maestro de las palabras suaves ha sido Sánchez. En su reunión con Urkullu no cedió en nada, pero acordó dejar para un grupo de trabajo el estudio de las famosas 37 competencias pendientes de cesión al Gobierno vasco con la perspectiva de que casi todas se resuelvan pronto. El lehendakari lo ha dejado claro: sólo el tema de las prisiones y el de la Seguridad Social van para un plazo dilatado; las otras son cosa de pocos meses, incluido lo de los etarras presos. Pero no se trata sólo de eso, pues lo relevante para los nacionalistas no es el huevo sino el fuero, y el fuero en este caso es la relación bilateral Gobierno a Gobierno –el "nexo permanente" al que se ha referido Urkullu–, que deja fuera al órgano legislativo; a las Cortes, para entendernos. Por eso, él y Sánchez han hablado de buscar una "convención constitucional" novedosa que recupere el "espíritu originario" de la Carta Magna –en alusión al pactismo– para lograr un "constitucionalismo útil al servicio de la resolución de los problemas y no de enconarlos".

Es asombroso que el PNV apele ahora al pacto constitucional, pues como ha destacado el profesor José M. Portillo en su reciente libro Entre tiros e historia, el 21 de julio de 1978, tras una última fase de negociaciones en el Salón de Ministros del Congreso, el PNV, por boca de Xabier Arzalluz, se negaba a aceptar el texto de la Constitución, después, por cierto, de haber colado la disposición adicional primera –la de los derechos históricos en los que ahora quieren apoyarse los nacionalistas– y el artículo 152.2, con el que se abría la puerta al completo vaciamiento competencial del Estado en favor de la comunidad autónoma vasca. Portillo aclara que lo que entonces pretendieron y no consiguieron los nacionalistas no era "conformar un cuerpo separado del Estado, sino precisamente lo contrario"; querían "permanecer como cuerpo del Estado, pero constitucionalmente independiente del mismo". Y siguen en lo mismo, aunque su alambicado lenguaje lo haga difícil de comprender. Me temo que las entendederas de Sánchez no están para esas florituras y que cualquier día, entre sonrisas, meta la pata en un lodazal del que sea muy difícil salir. Ya le ocurrió a Rodríguez Zapatero con lo de Cataluña; y eso que había sido profesor de Derecho Constitucional.

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