Julio Cortázar, siendo muy joven, escribió Casa tomada (1946), un relato inquietante que gustó mucho a un sagaz Borges que detectó su propio perfume en la pluma de su compatriota. Cocó, así le llamaban de pequeño, confesó luego que su narración fue el resultado de una pesadilla en la que algo no definible le arrojaba fuera de su vivienda familiar. En su texto, un “matrimonio de hermanos” va siendo acorralado en su propio domicilio por un oscuro enemigo interno que los hace huir de una habitación a otra dejándolo todo, recuerdos y enseres, hasta que cercados en el zaguán tienen que abandonar su casa. Hay quien dijo que era una alegoría inconsciente del peronismo que asolaba Argentina, y quizá lo fue, pero hoy podemos con todo derecho imaginar que ese relato trata de España, de la España tomada.
No, no se trata de la pandemia de coronavirus. Se trata de que en esta nación desde hace años vamos comprobando cómo un peligro interior y nada definible está arrinconando a todos aquellos que somos sus legítimos propietarios, herederos de una tradición secular, de una historia, de una lengua, de una Constitución reconciliadora, de una voluntad de convivencia tolerante.
El íntimo asedio comenzó ya con las rendijas pactadas en el texto constitucional para contentar a los nacionalistas, que siempre han sido, son y serán separatistas, a los que se les supuso una lealtad que nunca tuvieron. Por esas grietas fueron entrando los primeros embates a la casa común, hasta que finalmente, ahora, ya plenos de privilegios y diferencias inaceptables en una democracia, han conseguido que el castellano, lengua española oficial del Estado, haya sido arrojada fuera de Cataluña. En un tiempo prudente, será desahuciada del País Vasco, de Galicia, de Baleares y de Valencia. Por el momento.
Pero el acoso más inquietante procedió y procede, como siempre desde la II República, de la unión de un sector del socialismo, con el comunismo y los separatismos. No se sabe por qué es tan difícil de entender que el socialismo marxista, como el comunismo (condenado en la Unión Europea), como el nacionalismo xenófobo y racista –del terrorista qué decir–, no han querido ser nunca ni son demócratas. No lo son doctrinalmente. No quieren la democracia ni los derechos humanos. Usan ambos como instrumentos de desgaste de la sociedad democrática que aspiran a ocupar arrojando de la nación al exilio interior a todos los que no piensan como ellos.
Desde hace dos años, 120 diputados socialistas (si no todos son sanchistas es tiempo ya de demostrarlo) y la ayuda de los 75 votos de la anti España constitucional están forzando a una mayoría nacional evidente a salir de la España reconciliada que votaron en 1978. 12 millones de votantes socialcomunistas y separatistas, con plena conciencia o no, están haciendo posible que los 25 millones de ciudadanos que no votaron esto o se abstuvieron estén a punto de ver a esa España, seguramente la mejor y más compartida de la historia reciente, tomada por quienes quieren un Estado roto y sin nación. Con el estado de alarma declarado con motivo del coronavirus y leyes ad hoc para vaciar de contenido la Constitución, ya lo perpetran sin control ni freno.
Para recuperar nuestra casa tomada por este frente de totalitarios, es necesario que emerja un sólido y contundente partido socialdemócrata explícitamente confeso (¡cuánto han tardado Nicolás Redondo y otros en darse cuenta!) y que conservadores y liberales comprendan que su unidad de hecho es imprescindible para que la España común no sea tomada.
Y, desde luego, es preciso que se emprenda conjuntamente una reacción cultural intensa que desmantele racional y moralmente el himalaya de mentiras, dobles lenguajes, hipocresías, corrupción a derecha e izquierda e incluso sandeces absurdas que han tomado España con demasiadas complicidades.
Finalmente, cuando haya elecciones, que hay que exigir cuanto antes, a votar masivamente para impedir que esta banda que nos gobierna con ETA dentro acabe tomando España y deje fuera de su casa a la mayoría de españoles que queremos convivir en ella.
“Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla”, acababa el cuento de Cortázar. Quiero creer que somos mayoría los que no queremos ese final.