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Tomás Cuesta

Ramadan y Camus: Sumisos y rebeldes

Esa jauría de insaciables matarifes son frutos del multiculturalismo a mesa puesta, del narcisismo masoquista, del obsesivo auto desprecio.

Esa jauría de insaciables matarifes son frutos del multiculturalismo a mesa puesta, del narcisismo masoquista, del obsesivo auto desprecio.
Sala Bataclan | Cordon Press

Tariq Ramadan -un atorrante injerto de muecín y petimetre que compagina la chilaba con la toga académica- sostiene que la angustia que acogota a Occidente es fruto de ese empeño por ir a contraviento que Albert Camus plasmara en "En el hombre rebelde". La rebeldía por instinto -o, cargando la suerte, incluso por sistema-, es algo que condena a la civilización occidental a instalarse extramuros de cualquier tipo de certeza. Y ahí es donde, a juicio del hermano Tariq (nieto del fundador de los Hermanos Musulmanes y merecedor, por tanto, de tan fraterno tratamiento), el Islam establece una insalvable diferencia. La tradición religiosa que todavía, aunque se niegue, sustenta y estructura a la sociedad europea permite que la duda conviva con la fe y que el escepticismo se conjugue con la experiencia del creyente.

Cuando el Dios de Israel, para probar a Abraham, le exige el sacrificio de Isaac, su primogénito, el patriarca se resiste a afilar el cuchillo y logra, a duras penas, sofocar el motín que hierve en sus adentros. Abraham duda, en efecto, y la duda, humanísima, acredita su fe en vez de disolverla. El hermano Tariq, por contra, considera que la historia de Abraham -o al menos la versión que el judeocristianismo nos ofrece- es un primer esbozo, un anticipo, si se quiere, de la agonía que hoy acecha a una cultura empecinada en macerarse en la revuelta. Entre los musulmanes, apunta Ramadan, los revoltosos no tienen ningún crédito. Y si el Corán también recoge el episodio en el que Isaac es elegido como víctima por un Dios inclemente, la figura de Abraham, en la versión islámica, no se parece en absoluto a la del Antiguo Testamento.

El padre -en este caso, el padre del cordero- no titubea, no vacila, no hurga en su conciencia. En el Islam, donde la Sumisión es plena, cualquier duda es herética, cualquier matiz blasfemo, cualquier desplante impío, cualquier reparo estéril. Cuando Alá pide sangre, el virtuoso Abraham, sin objeciones, va a degüello. Pero hete aquí que aquello que nos confina, a todas luces, en las tinieblas abisales del siglo del Profeta transustanciado por el verbo de Tariq Ramadan acaba siendo un bálsamo del sarpullido posmoderno. Y aún hay más, por supuesto. En la atildada cháchara del almuédano helvético (que es profesor en Oxford y celebrado catequista del buenismo de izquierdas) el punto de partida de ese viaje a los infiernos que hizo escala en París el 13-N no cabe situarlo en la casa del Otro sino en el basurero de Occidente.

La pulsión homicida -se obstina, erre que erre, con una desfachatez no exenta de elocuencia- es ajena al Islam, lo fue y lo sigue siendo, pese a los centenares de argumentos en contrario que la ciencia forense puede poner sobre la mesa. Al cabo, esa jauría de insaciables matarifes que pregona urbi et orbi la guerra a sangre y miedo son criaturas nuestras. Son frutos de la anomia amodorrada, del multiculturalismo a mesa puesta, del narcisismo masoquista, del obsesivo auto desprecio. Ramadan saca a escena a "L´Homme Révolté" sabiendo que, hoy por hoy, tan sólo es un pelele y que si Albert Camus saliese de su tumba volvería a morirse a asco y de vergüenza. ¿Houellebecq, entonces, estaría en lo cierto? ¿La Sumisión es el camino, la respuesta, el remedio? Quién sabe: tiempo al tiempo.

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