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Daniel Rodríguez Herrera

La politizada pseudociencia del clima

La teoría del calentamiento global causado por el hombre es el caso actual más claro e importante de pseudociencia. No existe nada que pueda falsarla

Albert Einstein publicó su teoría de la relatividad general y propuso un experimento para confirmarla o desmentirla. El experimento le dio la razón y le encumbró como el físico más importante desde Newton. Pero también inspiró a un filósofo llamado Karl Popper a establecer que sólo podría ser considerado como ciencia aquella teoría que fuera falsable, es decir, que admitiera la posibilidad de que ciertos hechos probaran que era falsa. Einstein era ciencia; Marx y Freud no. Eso no significaba necesariamente que sus teorías fueran erróneas, pero sí que no eran científicas. Eran, como la homeopatía, pseudociencia.

La teoría del calentamiento global provocado por el hombre es el caso actual más claro e importante de pseudociencia. No existe nada en el mundo que pueda falsarla. Decían que la Antártida tenía que perder hielo; cuando resulta cada vez más evidente que lo gana han tenido que rehacer sus teorías y predicciones. Decían que quince años sin calentamiento indicarían que algo mal andaba en la teoría y cuando se ha superado generosamente esa cifra han lanzado cerca de medio centenar de hipótesis para explicarla, todas ellas bajo una simple premisa: la teoría no se toca. No puede suceder nada que suponga una demostración de que es falsa. De modo que, aunque tuvieran razón, lo suyo no es ciencia sino pseudociencia.

No es tan extraño que incluso dentro de campos de estudio que todos consideramos como ciencia existan teorías que no se pueden falsar. Pero hay un conjunto de ellas que tienen algo en común: la intervención del Estado, que las convierte en monopolio de facto contra el que no se puede disentir. Así, la Unión Soviética siguió durante décadas la teoría biológica de Lyssenko que negaba los genes y la herencia pese a que los horribles resultados agrícolas basados en ella, condenando al ostracismo y hasta asesinando a científicos que se oponían a ella. En nuestros países occidentales, la teoría de que el consumo de grasas conducía a la obesidad se ha mantenido durante décadas y sólo ahora parece remitir, pese a estar basado en dos estudios basura de un sólo científico, Ancel Keys, que tuvo el mérito de conseguir que el Gobierno de Estados Unidos diera marchamo oficial a sus ideas.

Como no estamos en la URSS, el tratamiento a los científicos escépticos con la teoría oficial del cambio climático ha sido muy similar al que sufrieron quienes se oponían a Keys, a los que negaron fondos para investigar y les expulsaron del debate merced a un consenso intolerante al que contribuyó una prensa dócil. Por ejemplo, el escándalo del Climategate desveló, entre otras cosas, que los científicos alarmistas usaban su influencia para evitar que los escépticos publicasen en revistas de prestigio. Los miles de millones que ha recibido la climatología desde que en 1990 se propusiera la teoría han sido disfrutados casi en exclusiva por los alarmistas. Los escépticos se han tenido que refugiar en el silencio o, en algunos casos, en internet.

Se supone que la ciencia, al menos las ciencias serias y duras, las falsables, se corrigen a sí mismas. Los científicos son, o deberían ser, los principales críticos de sí mismos y sus colegas. En casi todos los campos es así. Pero en aquellos que han sido politizados, sea por el activismo ecologista o por cualquier otra causa, destruyen los mecanismos autocorrectores e impiden que se avance. Por eso un reciente estudio de Pew concluía que si bien algunas opiniones sobre asuntos científicos, como la oposición a los organismos genéticamente modificados, cambiaban mucho dependiendo de la educación y conocimiento científico, las ideas que tenemos sobre clima y energía variaban sobre todo dependiendo de la ideología política. No debería ser así. Pero cuando se politiza una ciencia, por las razones que sean, lo que terminamos consiguiendo es una pseudociencia de la peor especie en la que tipos como Rubalcaba ponen como prueba de que hay calentamiento global que en Sevilla hace el mismo calor que hace más de un siglo.

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