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EDITORIAL

Tabaco, o el Estado omnipresente

Cuando por librarnos de una mera molestia aplaudimos que el Estado prohíba y restrinja aún más nuestras vidas, casi nos merecemos lo que nos pase.

Lo peor de la entrada en vigor de la ley antifumadores no es tanto el recorte de libertades que supone como la alegría con la que ha sido recibida por los más. Algo menos de un tercio de los españoles es fumador, y parece que sólo un porcentaje similar está en contra de esta nueva medida de ingeniería social. Parece que sólo valoráramos la libertad cuando su carencia nos afecta directamente.

El tabaco es malo para la salud, sin duda. Pero un ciudadano libre tiene el derecho a acortar su vida si así lo desea. Nos podrá parecer un estúpido error, pero la libertad no consiste sólo en acertar, sino también en equivocarse. Para muchos, el problema consiste en el fumador pasivo, el que no disfruta del tabaco pero padece sus consecuencias en un grado, eso sí, bastante menor. Y es un buen argumento para prohibir fumar en los lugares públicos donde tal riesgo existe. Pero no es ni mucho menos obligatorio acudir a un bar o un restaurante en el que se permite fumar. Además de que una exposición tan breve no daña la salud, pues el veneno siempre está en la dosis, ¿qué derecho tenemos a imponer nuestra voluntad sobre la del dueño del establecimiento? ¿Y en qué beneficia a los fumadores pasivos que se dividan las habitaciones de los hoteles entre las que se permite fumar y las que no?

En realidad hay muchos a quienes agrada esta ley porque, simplemente, el humo del tabaco les molesta. Pero la frontera entre lo que molesta y lo que no es completamente arbitraria, y resulta difícil que examinando nuestro día a día no encontremos algo que pueda molestar a alguien. Siguiendo la misma lógica, o falta de ella, deberían prohibírnoslo también y quién sabe si acabarán haciéndolo. Porque si no se le pone freno, el poder tiende a aumentar y ocupar cada vez más parcelas de nuestras libertades. Cuando por librarnos de una mera molestia aplaudimos que el Estado prohíba y restrinja aún más nuestras vidas, casi nos merecemos lo que nos pase.

No cabe duda de que habrá que aguantar la moralina de Pajín y sus defensores, que hacen esto por el bien público, por nosotros, para cuidarnos. Pero se supone que somos ciudadanos, mayores de edad, y que eso debería significar algo más que el derecho a echar un papelito en la urna. Ellos están siempre seguros de saber mejor que nosotros lo que nos conviene. Como temió Tocqueville, actúan como la autoridad de un padre, pero, en lugar de prepararnos para la madurez, pretende mantenernos en una infancia perpetua, sin elección, sin libertad ni, por tanto, responsabilidad.

Por supuesto, destaca su absoluta hipocresía. El tabaco es malo, por lo que hay que prohibir que nadie pueda hacer uso de él en una propiedad privada con el permiso del dueño. Pero de prohibirlo, nada de nada, que a ver qué harían quienes lo cultivan, que viven en su mayoría en la muy socialista Extremadura y reciben jugosas subvenciones de la Unión Europea.

A una mayoría de españoles, el mero concepto de derecho a fumar les puede parecer una estupidez. Pero no es más que una expresión particular del derecho a hacer con nuestro cuerpo lo que nos parezca. Del mismo modo, el derecho del dueño de un bar a poner un cartel bien grande que indique que ahí se fuma no es más que una parte del derecho a la propiedad privada, base de nuestra civilización, de toda civilización. Qué fácil es erosionarlo, y qué difícil recuperarlo.

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