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Comienza una larga campaña

Las elecciones municipales y autonómicas, que se celebrarán el próximo mayo, servirán de ensayo general para las legislativas de 2004, por lo que PP y PSOE ya están perfilando sus estrategias y refinando sus argumentarios. Apoyados en la información que aportan las encuestas, los responsables de organización de los principales partidos acuñan programas, eslóganes o latiguillos que pretenden dar respuesta a las principales preocupaciones de los ciudadanos o expresar la imagen que el electorado tiene del candidato rival.

Dada la actual desorganización del PSOE, incapaz, por sus luchas intestinas, de presentar un programa ni una política común para toda España, sus estrategas optan por el argumento ad hominem, calificando a Aznar –no sin cierta razón– como arrogante, prepotente e insensible a las preocupaciones más inmediatas de los ciudadanos, apoyándose en la imagen de moderación y lealtad institucional de Rodríguez Zapatero, bien valorado por las encuestas pero huérfano de otro programa que no sea, en gran medida, la oposición frontal a la política económica del PP, precisamente el punto fuerte del partido de Aznar, como demuestran los hechos y las cifras macroeconómicas. Los dirigentes del PSOE, después de varios años de encuestas de opinión desfavorables, se han dejado llevar por el entusiasmo en la reciente “victoria” de Zapatero en el debate sobre el estado de la nación (más que victoria, fue la primera vez que Aznar no humilló a su rival) y por la favorable impresión que ha causado en el electorado la política responsable de Zapatero (obstaculizada al máximo por los sectores felipista y centrífugo –Maragall– del PSOE, a los que habrá que tener muy en cuenta cuando el PSOE llegue otra vez a la Moncloa) en materia antiterrorista. Es posible que el PSOE –con la aparente bendición, por el momento, de Prisa– ya tenga candidato para las elecciones generales –será proclamado como tal el día del aniversario de la primera victoria electoral de González–; sin embargo, aún le queda lo más importante: elaborar un programa de gobierno creíble que despierte el interés y la ilusión de los ciudadanos y que no destruya los innegables logros de la era Aznar.

Las elecciones ya no se ganan sólo con promesas y eslóganes de relumbrón, pero vacíos de contenido, como es el aumento sustancial del salario mínimo, el abandono del déficit cero o la dilapidación del superávit de la Seguridad Social, que propone Jordi Sevilla. El fracaso de la huelga general del 20-J es un claro indicio de que la sociedad española es lo suficientemente madura y responsable como para distinguir entre lo posible y lo supuestamente deseable, entre las políticas que crean empleo estable y las que lo destruyen.

Aznar se centró el domingo en exponer los principios generales sobre los que se asienta el programa del PP para las próximas elecciones locales y autonómicas, principios que, evidentemente, también inspirarán su programa para las elecciones generales: más seguridad y menos impuestos. A la ya anunciada rebaja de tres puntos en el IRPF, que beneficiará principalmente a las rentas más bajas (no tanto a los tramos medio y alto de la escala de gravamen), se une la promesa (formulada en las anteriores elecciones generales) de rebajar sustancialmente el Impuesto sobre Actividades Económicas para los autónomos y las pequeñas y medianas empresas. No cabe duda de que todo lo que conduzca hacia un aumento de la renta disponible para los ciudadanos o a una reducción por la vía fiscal de los costes empresariales redundará en un mayor crecimiento económico y, por consiguiente, en una reducción de la tasa de desempleo.

Pero se echa de menos (tanto en el PP como en el PSOE) una política de vivienda que no se limite exclusivamente al parche insuficiente e ineficaz de las subvenciones de la protección oficial. La carestía de la vivienda es hoy uno de los principales problemas de los ciudadanos, especialmente de los matrimonios jóvenes que desean fundar una familia, con su consiguiente impacto en la tasa de natalidad española, una de las más bajas del mundo. Es sabido que, en España, el suelo representa alrededor del 50% del precio final de la vivienda. Es un hecho que los principales propietarios de suelo –y, por consiguiente, los principales especuladores inmobiliarios– son los ayuntamientos, de los que, además, depende la recalificación de terrenos para uso urbano. Y tampoco es ningún secreto que uno de los principales capítulos de los presupuestos municipales son las subastas de terreno urbanizable, que se celebran con cuentagotas para no matar la “gallina de los huevos de oro”. Si a todo ello se une la onerosa, lenta y compleja burocracia que rodea las promociones inmobiliarias, es fácil explicar por qué España tiene unas de las viviendas más caras, en proporción a la renta per cápita, del mundo desarrollado.

Es sintomático que ninguno de los principales partidos políticos quieran abordar una reforma en profundidad de la financiación local en este sentido, conscientes de que sería difícil sustituir en los presupuestos municipales la partida de venta y recalificación de terrenos. Pero esta es una de las reformas más urgentes y que más podría interesar a la mayoría de los ciudadanos.

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