Puigdemont, que es varón de carácter algo adolescente y fantasioso, seguramente se perciba a sí mismo como una suerte de reencarnación contemporánea de Companys, alguien que pese a sus muchos errores políticos y defectos personales supo ser digno a la hora de la verdad. Pero el genuino referente vital e histórico del Payés Errante, el llamado a ser su alter ego en los anales domésticos del futuro, no va a ser el presidente mártir sino Jimmy Jump, aquel friki oriundo de Sabadell que se trabajó la fama mediática saltando al césped de los campos de fútbol en los grandes partidos televisados para, acto seguido, emprender la huida a la carrera con el propósito de evitar verse capturado por los responsables de la seguridad de los estadios.
En el gran retablo coral de la Historia de Cataluña, a Puigdemont le gustaría verse reflejado en una figura trágica que hoy suscita el respeto general, pero lo que le espera, sin embargo, será compartir poco más que una nota a pie de página con otro payaso local muy dado también a los mutis por el foro. Y es que acaso el rasgo dominante en la psicología profunda de ese hombre sea la cobardía, una falta de valor personal —la ausencia de eso a lo que antes se le decía tener cojones— que se puso de manifiesto cuando huyó al extranjero escondido en un coche, sin avisar a ninguno de los miembros del Gobierno de la Generalitat que todavía presidía.
Porque la charlotada del Arco estaba pactada, ya fuese de modo tácito o expreso. Eduard Sallent, el jefe de los Mossos que tendría que haberlo detenido, fue en su día el líder máximo de la FNEC, la organización estudiantil de la Convergencia de Jordi Pujol. Y Joan Ignasi Elena, el consejero de Interior de la Generalitat, antiguo primer secretario de las Juventudes Socialistas de Cataluña cuando militaba en el PSC, es un arribista al que los socialistas odian, alguien todavía jóven que hubiese arruinado su carrera política para siempre en el caso de que sus agentes hubieran detenido al prófugo. Hasta Jimmy Jump debe de estar avergonzado.