Dos son los hitos que han marcado la trayectoria reciente del partido de Santiago Abascal: su adscripción al grupo parlamentario europeo Patriotas por Europa, vinculado a la política estratégica de Putin en la UE, y la salida de los gobiernos de coalición en las comunidades que gobernaba junto al Partido Popular. La sorpresa y frustración que han provocado ambas decisiones entre una parte notable de los afiliados y dirigentes de VOX están en el origen de la fuerte marejada interna que vive la formación, culminada con sonoras dimisiones como la de Juan García-Gallardo, sustanciada a comienzos de esta misma semana.
Las dos decisiones tienen un rasgo común pues, en ambos casos, se trata de poner los intereses del partido por encima de los de de la sociedad española, algo de lo que el partido conservador blasonaba hasta que emprendió este nuevo camino, iniciado sin dar cuenta previamente, no ya a la militancia, sino ni siquiera a los dirigentes de la formación ajenos al núcleo duro que rodea a su cúpula.
En clave europea, resulta difícil de justificar que un partido que tiene entre sus más sólidos principios la defensa del derecho a la vida y la unidad de la patria comparta filiación en Estrasburgo con formaciones que defienden el aborto como un derecho constitucional, favorecen la estrategia disruptiva de una potencia extranjera como Rusia o colaboran abiertamente con los partidos que buscan la destrucción de la unidad nacional española. Tan difícil resulta de explicar que, de hecho, nadie en Vox lo ha explicado.
En cuanto a la política nacional, la salida de los gobiernos de coalición en las comunidades donde gobernaba con el PP provocó la inevitable decepción de los votantes, que entregaron su confianza a Vox, precisamente, para evitar los gobiernos del PP en solitario. La estrategia de Vox en la campaña de las autonómicas de 2023 se centró, de hecho, en pedir el voto a los desencantados del PP, asegurando que a los populares no se les podía dejar gobernar en solitario porque, en tal caso, seguirían haciendo la misma política que el PSOE.
Tan es así que, en las negociaciones posteriores para formar Gobierno, Vox exigió la entrada en los ejecutivos regionales donde sus votos eran imprescindibles, una línea roja que estuvo a punto de provocar la repetición de elecciones en lugares como Extremadura o Murcia. Los votantes de Abascal tienen derecho a preguntarse hoy por qué la cúpula del partido ordenó abandonar unos gobiernos que, unos meses antes, era vital que contaran con la presencia de consejeros de Vox.
El motivo aducido para semejante catarata de abandonos es un burdo pretexto, puesto que el reparto de 347 menas entre las comunidades autónomas peninsulares, ni es una catástrofe irremediable ni tiene que ver con el desempeño que los consejeros de Vox estaban haciendo en los gobiernos de coalición, una gestión que, en términos generales, estaba rayando a gran altura. El caso de Juan García-Gallardo al frente de la vicepresidencia de Castilla y León resulta paradigmático a estos efectos, porque no solo provocó un giro radical en las políticas progres a las que tan proclives resultan los populares, sino que su ejemplo de gestión desacomplejada y eficaz tuvo una proyección nacional indudable, convirtiendo al joven político en un activo de extraordinaria relevancia para todos los votantes, afiliados y simpatizantes de Vox. Para la cúpula de la cúpula del partido, en cambio, está visto que no.
Abascal ha decidido convertir a su partido en un ariete contra el Partido Popular, aunque eso suponga boicotear la construcción de una alternativa sólida al sanchismo. La cortedad de miras de esa estrategia y la traición a los principios del partido que él mismo fundó son, además, decisiones adoptadas al margen de la militancia y de la mayor parte de los dirigentes del partido, lo que explica el estupor y la decepción de muchos de ellos, dentro de un proceso de dimisiones y enfrentamientos que no ha hecho más que empezar.