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Javier Somalo

¿Qué alternativas quedan?

El problema al que nos enfrentamos es serio: los españoles estamos acostumbrados a que nos gobiernen enormes mayorías que huyen de sus principios.

Entramos en la última semana de especulación política, es decir, de cruce epistolar, de filtración de sumarios, de incoación de diligencias, de chantajes, trueques y amenazas. Luego vendrán más si, como parece, seguimos sin gobierno tras la noche del próximo viernes.

Un resumen poco científico, casi grosero, de la situación podría ser el siguiente:

Pedro Sánchez habría impedido un gobierno de gran coalición bueno para España si el presidente se hubiera arriesgado a aceptar la propuesta del Rey, que era lo previsto. Mariano Rajoy impide ahora uno de pequeña coalición que es menos malo que el Frente Popular. El argumento del socialista es que siempre hay que evitar que gobierne Rajoy. El del presidente, que él ha ganado las elecciones y no puede gobernar otro. Los partidos bisagra, Ciudadanos y Podemos, por separado no aportan mayoría suficiente a ninguna de las dos estrategias. El primero es el único que lo intenta en los dos bandos y que no exige mando en plaza aunque esté dispuesto. El segundo, como Rajoy, quiere gobernar o tener tanto poder como el partido que gobierne y, como Sánchez, no quiere ver al PP si no es para ilegalizarlo.

Estos comportamientos empezaron a fraguarse en el poder local y regional, ya pactado desde mayo de 2015 y que nos ha traído hasta aquí. En el Ayuntamiento de Madrid, el PSOE desplazó al PP, que ganó las elecciones, sirviéndose de Podemos, que acabará arruinando a la capital de España. En Andalucía, Ciudadanos sostuvo al PSOE, que ganó las elecciones, así como en la Comunidad de Madrid apoyó a Cifuentes, que también las ganó. Podemos facilitó el poder al PSOE en Aragón, Extremadura, Castilla La Mancha y Baleares. Y ahora es cuando aquel mayo de 2015 puede pasar su factura en marzo de 2016. Los de Iglesias, que más que comisión negociadora parecen brigadas, ya han amenazado con abandonar al PSOE allí donde lo sostienen. No caerá esa breva pero el PSOE podría devolver el farol y librarnos de Manuelas, Ritas, ceniceros –portátiles o antisemitas– y bandos revolucionarios permitiendo gobernar al PP como pidió Esperanza Aguirre, que ya ha dimitido. Hemos ido al poder nacional sin tener solucionado el local.

Ni el PP –supongo– ni Ciudadanos desean la llegada de Podemos pero el PSOE está dividido: a Pedro Sánchez no sólo no le importa sino que desearía encabezar ese proyecto; a otros, como algunos veteranos del 82 o a la propia Susana Díaz, no les agrada en absoluto pero también recelan de Rajoy. Esta situación permitiría deducir que un pacto entre Susana Díaz, Albert Rivera y Cifuentes o Ana Pastor o Núñez Feijóo o quien tenga agallas además de valía, sí podría dar a luz una gran coalición sea en el orden que sea. Pero esto, de momento, es pura ficción y ha de guardarse para próximas cuentas que, al paso que llevamos, serán necesarias.

En cuanto a los test de estrés sobre corrupción, en miles de millones distraídos el peor parado es el PSOE aunque el mediáticamente el más perjudicado sea el PP, que ocuparía la tercera posición detrás del socialismo y del pujolismo, ambos con décadas de latrocinio impune. Podemos está bajo la lupa de algunos medios de comunicación pero si existiera en España un Tribunal de Cuentas con personal, medios y potestad suficientes como para llamarse así y, sobre todo, si la Fiscalía fuera General y del Estado, el partido de Iglesias tendría muchos y muy serios problemas. Sin embargo, una de las noticias más sorprendente de esta semana la protagonizó Rita Barberá, que dijo no querer ni mencionar a la "extrema izquierda" porque prefería sembrar sospechas –en realidad fue toda una acusación sin una sola prueba– sobre Ciudadanos y su financiación. Se vio fuerte la valenciana tras disponer de la privilegiada información de que la Fiscalía no era ni mucho menos General y no había peligro de querella. Sólo por eso, y para enmerdar a Ciudadanos, rompió con más de una hora de conferencia –en una rueda de prensa no hace falta remontarse a Marañón– el absoluto silencio de semanas atrás.

Con este paisaje de fondo, que se empezó a bosquejar en mayo del año pasado, el pacto entre el PSOE y Ciudadanos se está analizando como si fuera el programa de gobierno de un solo partido tratando de subrayar las incongruencias entre el supuesto ideario de cada firmante y el texto acordado, eso sí, cargando con más empeño contra el partido de Rivera. Se está interpretando en clave de mayoría absoluta y suponiendo que las medidas pactadas, que no son sino cesiones, llegarán al BOE al día siguiente de formar gobierno. Cualquier lector del documento de marras detectará enseguida que el texto es una mera excusa para desbloquear la investidura más traumática de nuestra democracia y la prueba es que, después de firmar, cada parte ha vendido el invento a su manera y de forma incompatible. En este sentido, el más cínico ha sido Pedro Sánchez al referirse a los acuerdos con la Santa Sede y la libertad religiosa, porque "yo sé que esto gusta mucho a la militancia socialista".

De forma aislada, sin contexto alguno, el documento es desolador, sí. Pero los hay que reclaman aquello que no han sido capaces de poner en marcha con abultadas mayorías absolutas, como la última del PP en la que se consintió al separatismo catalán el mayor desafío jamás planteado obteniendo como única respuesta el silencio, la delegación del poder ejecutivo en jueces y magistrados y, lo peor de todo, la financiación misma de la sublevación. No cabe mayor cinismo. Pero, una vez más, hay que recordar que los vacíos siempre tienden a llenarse y eso es lo que explica el nacimiento de Ciudadanos, uno de los firmantes del criticado documento. La pregunta que debemos hacernos entonces es: ¿qué alternativa queda?

El problema al que nos enfrentamos es serio: los españoles estamos acostumbrados a que nos gobiernen enormes mayorías que huyen de sus principios en cuanto alcanzan el poder y caen en tentaciones de tesorería, más mundanas que la intangible ideología. Y así han pasado los años, cuarenta. Los nacionalistas catalanes y vascos han prestado el apoyo necesario cuando fallaban las cuentas porque con ellos era suficiente, no hacían falta aparatosas investiduras como la que estamos sufriendo. En la práctica, los gobiernos salientes eran mayorías absolutas de izquierda o derecha que pagaban literalmente el peaje nacionalista pasando por caja y pisando la ley. Entonces se decía que eran moderados y ayudaban –maldita sea– a la gobernabilidad de España.

Roto ese esquema y alguna cosa más, ¿qué es mejor: superar el bloqueo con la pequeña coalición o buscar nuevas mayorías? Resulta descorazonador pero no hay ingredientes para ninguna de las dos recetas. Lo previsible es que antes del viernes de autos sepamos si hay cartas en la bocamanga de Sánchez y tengamos algún que otro escandalito que echarnos a la boca. Parece claro que sólo unas elecciones con nuevos candidatos podrían poner fin a este juego de la oca que no acaba jamás. Hay que evitar que Podemos llegue al poder y eso sólo lo pueden hacer el PP, Ciudadanos y una parte del PSOE que no está al mando. Que cada uno dé los pasos que se exigen, que son muchos y graves, y vayamos con eso de nuevo a las urnas sin necesidad de esperar unos plazos legales que jamás contemplaron la situación en la que estamos sumidos. Se puede hacer. Ya se hizo. Es tan difícil, pero tan valiente, como ir de la Ley a la Ley.

En España

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