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Mirotic, el hombre que pudo reinar

"(…) aunque en una ocasión conocí de cerca a quien pudo haber sido un verdadero rey (…)"

(Rudyard Kipling, "El hombre que pudo reinar")

Según la teoría del caos, en determinados sistemas una pequeña variación de las condiciones existentes es capaz de hacerlo evolucionar de forma muy diferente a la esperada. Así, el aleteo de una hercúlea mariposa en Ohio puede provocar que, al unísono, un caramelo envenenado se quede en la Gran Manzana y un gigante bueno se mude desde la soleada California a la ventosa Chicago mientras, a la estela de este último, un hombre hace las maletas que nueve años ha deshizo un niño de Podgorica, sin que en los despachos de Concha Espina nadie parezca haberse dado por aludido. Bien es verdad que, en un tiempo en que cada vez más y cada vez más pronto la voraz NBA echa sus redes de dólares y glamour en los mares europeos para pescar los mejores peces, lo de Mirotic no era una cuestión de si se iba sino de cuándo lo haría pues, añadiendo a su gran talento una buena ración de centímetros, parecía que su ADN, en vez de la doble hélice clásica, dibujaba la silueta de Jerry West driblando.

O al menos esa sensación tuvieron muchos ya desde que el joven Nikola impuso la dictadura de su buen hacer en las categorías inferiores de nuestro baloncesto. Y, a nivel del público en general, sobre todo desde que aquellos míticos 84 puntos de valoración en el Torneo de Hospitalet pusieran a todo gas la Máquina de los Titulares Exorbitantes y sus que si ya está aquí la próxima joya, que si el nuevo Kukoc, que si el nuevo Nowitzki. Uno, que no sigue de cerca el baloncesto de cantera pero que ya ha visto muchos "nuevos XXX" no confirmar alternativa y despeñarse en el vértigo del salto de categoría, puso entre paréntesis la euforia y esperó impaciente a que, en los breves minutos que los entrenadores del primer equipo tuvieran a bien darle al júnior (ya saben, "que salgan los chavales" y eso), se pudiera valorar si el diamante tenía realmente tantos quilates como se decía. Y no hubo que esperar mucho ya que muy, muy pronto, se comprobó que el entonces solo montenegrino no era el típico dominador de competiciones de formación por diferencia de físico con sus coetáneos sino que, a sus doscientos ocho centímetros de móvil armadura, añadía una técnica y tiro portentosos y un desparpajo sin límites, lo que le podía convertir en un jugador llamado a marcar diferencias en profesionales a poco que se mantuviese centrado; de hecho, durante los tiempos tormentosos de Messina, el de Podgorica empezó a arañar más minutos de los esperados e incluso a dar alguna que otra exhibición que hizo echar aún más humo a las rotativas.

Sin embargo, mi primer recuerdo perdurable de Mirotic no es en la cancha sino fuera de ella, de hecho ni siquiera es una imagen sino un sonido, cuando aquella Onda Madrid que todos los días hablaba de baloncesto (sí, sí, todos los días, aunque tronase o lloviese fútbol) reveló que, cuando el club había propuesto a Nikola ir cedido a mitad de temporada al Fuenlabrada para coger minutos y experiencia, el Mirlo Blanco había rechazado la idea diciendo que él iba a ganarse la confianza del técnico catanés y, con ella, un sitio en el primer equipo. Y sus palabras no fueron una bravuconada pues aquel mismo año no solo llamó a la puerta de la élite del baloncesto, sino que la derribó a golpes cogiendo la posición, con todos los honores, en la tierra prometida de la pintura blanca. Esa anécdota era la pieza que faltaba, la característica más importante que, incluso por encima del talento o las cualidades físicas, separa la raza de los extraordinarios jugadores de la de los superestrellas: la cabeza, el carácter. Para alguien como yo, que prima el juego efectivo sobre el efectista (go Celtics!), era el proyecto de estrella perfecto.

Desde aquel puñetazo en la mesa, la historia de Nikola Mirotic es la de una ascensión al trono del baloncesto europeo. En el plano individual, además de acumular trofeos tanto en ACB como Euroliga, su presencia en los esquemas del equipo y en la valoración de público y especialistas fue creciendo con la misma parsimonia con la que año a año, como su mentor Felipe Reyes, se empeñó en mejorar distintos aspectos de su físico y su juego hasta conseguir, privilegio de los grandes, ser como un fantasma (es decir, reventar la estadística mientras se dice que hoy no ha estado muy presente). Inconformista, verano a verano intentó pulverizar los puntos débiles de la temporada anterior y así, si un año enriquecía sus movimientos interiores eludiendo el peligro de quedarse encasillado en una mera Muñequita de Seda plantado en la esquina, en el siguiente hacía puré la posible falta físico volviendo a las canchas mucho más rápido y con una musculatura evidentemente más desarrollada. A nivel colectivo, también empezaron a llegar los resultados pues esa semilla de crecimiento individual cayó en el terreno abonado de un proyecto joven y talentoso que, por mor de un calentón del maestro Ettore, se encontró de rebote con un Pablo Laso que lo completó con un estilo de juego tan atractivo que no solo ha devuelto al Madrid a puestos del escalafón que llevaba quinquenios sin pisar sino que, además, ha llenado las gradas del Palacio y (¡oh, sorpresa!) ha convertido al Gran Constructor en visitante asiduo de su palco.

Pero como el Daniel Dravot del relato de Kipling en su asalto a la corona de Kafiristán, algunas sombras se cernieron sobre el reinado de Nikola. La primera, extradeportiva, fue el conflicto surgido de la nacionalización exprés de Serge Ibaka, o más bien de la mala gestión que del mismo hicieron tanto la FEB como el propio jugador (o su famoso entorno) y del fuego que intentó avivar según quién y que amenazó durante un tiempo, afortunadamente sin consecuencias, con establecer una supuesta rivalidad Ibaka-Mirotic que reviviese en la afición polarizaciones del estilo de Joselito o Belmonte, Bahamontes o Loroño. La segunda, más preocupante por cuanto afecta al rendimiento en la cancha, fue la idea de que en determinados momentos, precisamente los importantes, el hispano-montenegrino desaparecía y no rendía a su nivel, opinión propiciada por el hecho de que los entorchados individuales de fases regulares no se repetían en las finales. La aristía de Spanoulis en Londres sacaba los colores al mal partido de Nikola, y el trofeo MVP Orange de la Liga Endesa 12/13 se empañaba con el hecho de que había tenido que ser la enésima resurrección del martillo pilón Reyes la que acabase ahogando al Barça en aquel tremendo playoff final que supuso la trigésimo primera liga blanca.

Personalmente, aunque fui partícipe de la duda, siempre creí que se trataba más de cuestión de juventud que de falta de carácter y es que alguien que siendo un jovencito es capaz de hacer cambiar de opinión a Messina, no puede ser que de natural se arrugue. De hecho, a mi humilde modo de ver este año Nikola, un perfeccionista que no se autojustifica ni duda en inculparse cuando no ha jugado bien, realmente ha dado un paso adelante en ese sentido. Se demostró en la Copa del Rey, donde cuando más quemaba el balón se echó el equipo a la espalda propiciando que, cuando en violento escorzo el Chacho dio la bola a Llull, lo que este hiciera con ella pudiera tener una influencia en el resultado final. E incluso en Milán, donde es cierto que, tras salirse en el espejismo semifinal, fue ahogado por Blu en un remedo de aquel partido del Mundobasket ‘86 en el que Muggsy Bogues amargó la vida a Amadeus, pero con una diferencia fundamental respecto a Londres ‘13: el jugador estuvo desacertado y, consiguiendo solo tiros libres, nuca llegó a ser desequilibrante, pero no desapareció. Y lo mismo podemos decir de la final contra el Barça, donde sobre todo en el cuarto partido, con desesperación y rabia, intentó y casi logró, por encima de la falta de éxito, ser partícipe de la remontada.

Mi impresión es que Nikola ha sido víctima de su propia ambición, de ese inconformismo que le hace ser consciente de las críticas y machacarse en verano, obsesionado con ser cada vez mejor, quizá en detrimento de una buena planificación de sus picos de forma. Además de posibles problemas de relación interna del equipo, el problema fundamental de Mirotic, el que desató la rabia que acabó con la manga de neopreno golpeando a la mesa del Palacio y una silla pateada, puede haber sido la impotencia de ver que, después de unos meses fulgurantes donde su velocidad de arrancada había sufrido una gran aceleración respecto a lo que conocíamos, llegó físicamente fundido al tramo final de la misma, que el antaño efectivo semigancho tras arrancada desde línea de fondo ganando el centro de la zona, incluso defendido por Lorbek, terminaba una y otra vez golpeando el aro en vez de en la red.

Sea cual sea la causa lo cierto es que la mala hierba, una vez sembrada, es difícil de arrancar, y el tremendo desencanto que ha supuesto el batacazo de la Final Four de Milán con su epílogo ACB, unido a la pésima gestión por todas las partes involucradas de las comunicaciones y silencios en relación con el pinchazo del globo blanco, no han hecho más que propiciar su crecimiento hasta el punto que, de forma un tanto injusta, un sector de la grada haya señalado a Mirotic como principal culpable de la derrota, incluso insinuando que su bajo rendimiento se debía a que tenía la mente puesta en Illinois.

Ese clima y esas dudas, la frustración y la inexplicable falta de actitud de una institución a la que el señorío no se le cae de la boca pero no le llega a las manos, han hecho que la marcha de Nikola Mirotic para vestir el 44 de los Bulls se haya vivido con un sentimiento agridulce, de decisión precipitada, capítulo cerrado en falso y de asignatura pendiente, en vez de como una evolución natural del que estaba llamado a ser rey de Europa. El hombre que pudo reinar se nos va a la NBA donde, estoy seguro, triunfará y hará valer su ansia de ser mejor. Aquí, por lo menos algunos, nos quedamos esperándole hasta que venga a reclamar su corona.

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Theobald Philips en twitter: @TheobaldPhilips

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