
Doce años ha durado el pontificado de Francisco I, de nombre secular Jorge Mario Bergoglio. Fue el primer Papa americano de la historia y también el primer jesuita que se sentaba en la Cátedra de San Pedro.
Francisco I llegaba al papado en unas circunstancias un tanto extrañas o, al menos, poco habituales: su predecesor fue el primero que renunciaba en seis siglos y ese adiós precipitado de Benedicto XVI, al que aún le quedaban casi diez años de vida, transmitió un mensaje preocupante sobre el estado de la Iglesia Católica y, sobre todo, de la curia romana.
Revelaciones posteriores han puesto sobre la mesa que, probablemente, esos problemas y en concreto la enorme influencia de la llamada "mafia lavanda" tuvieron más que ver con esa renuncia que la salud o la edad de Joseph Ratzinger.
Además de esa situación de la curia, Bergoglio se enfrentaba –y en el momento de su elección no sabíamos hasta qué punto esa es la palabra adecuada– al legado de dos grandes personajes: el propio Benedicto XVI y, sobre todo, el hoy ya San Juan Pablo II, uno de los hombres más importantes de la segunda mitad del siglo XX.
Lo cierto es que, por poco común que sea decirlo en el momento inmediatamente posterior a su fallecimiento, Francisco I no ha estado a la altura. Es más: ha estado muy lejos de siquiera poder ser comparado con sus predecesores.
En primer lugar, porque la situación de la Iglesia no es mejor ahora que hace doce años, más bien al contrario, pues a todos los problemas anteriores se ha unido lo que sólo se puede denominar como una enorme confusión doctrinal: a día de hoy no se sabe bien si los católicos deben adorar a Dios o al planeta y su sagrado clima, si quizá deberían convertirse al Islam o si la otra mejilla ha sido sustituida por "el puñetazo" que esperaba a los que insultasen a la madre de Bergoglio y, en el contexto de aquellas declaraciones, al profeta Mahoma.
Lo que sí han podido tener muy claro los fieles que siguiesen los dictados de Francisco I es que sus grandes enemigos eran el dinero, el capitalismo y, por supuesto, los empresarios, para los que el Papa ha tenido siempre palabras de extraordinaria dureza. Demostrando un desconocimiento de la historia y, por supuesto, de los fundamentos básicos de la economía, Bergoglio trató durante todo su pontificado de culpar de la pobreza en el mundo a los que más han hecho por evitarla: la libertad económica y empresarial. Además, ha transmitido una y otra vez el mensaje de que la pobreza es un mal que no deja de crecer, cuando la realidad –y los datos están al alcance de cualquiera, no digamos de todo un Papa– es exactamente la contraria, por supuesto gracias precisamente a aquellos, como los empresarios, que se ha empeñado en estigmatizar.
Lo peor de todo, no obstante, no han sido los disparates económicos sino la otra cara de ese sectarismo atroz que este Papa ha lucido durante estos años: la política. Porque Francisco I ha querido ser sobre todo un líder político y para ello ha tirado por la borda todo el bagaje moral que la Iglesia había acumulado desde que Karol Wojtyla se convirtió en una de las figuras centrales de la lucha contra el comunismo que acabó con todas las dictaduras en Europa del Este.
Exactamente lo contrario que ha hecho Francisco I, que tiene un larguísimo historial de compadreo con los regímenes más nauseabundos del mundo, con gestos especialmente repugnantes, como la visita que hizo a Fidel Castro, cuando el dictador cubano ya no ostentaba ningún cargo oficial… ¡y en el propio domicilio del sátrapa, rindiéndole pleitesía!. Por si eso no fuese bastante ignominia, en el mismo viaje se negó a reunirse con representantes de la disidencia.
Lo peor es que el comportamiento en aquel ya lejano viaje no ha sido una excepción: Francisco I ha mantenido las mejores relaciones posibles con dictadores y con corruptos liberticidas como Cristina Fernández de Kirchner. Siempre que ha tenido la oportunidad de hacer el bien la ha despreciado, siempre que ha tenido la oportunidad de estar del lado de criminales liberticidas la ha aprovechado: ha apoyado de palabra y de hecho a la dictadura bolivariana, ha estado más del lado de Rusia que del de Ucrania, se ha compinchado con la dictadura comunista china; incluso en el conflicto de Israel y los fanáticos islamistas antisemitas de Hamás se ha tragado la propaganda de los terroristas que, por cierto, han expulsado a prácticamente todos los cristianos de Gaza… En fin, que ha sido ya no contumaz sino casi infalible en el error: durante todos estos años podíamos esperar a que el Papa se posicionara en cualquier tema y estar seguros de acertar tomando nosotros la posición contraria. No ha habido mejor brújula moral en décadas, solo que indicaba siempre el lado incorrecto.
Y es que el problema que ha tenido este pontificado es que no se puede creer al mismo tiempo en Dios y en el comunismo, porque de forma indefectible se acaba sirviendo al segundo. Es lo que demuestra la historia y el propio Bergoglio nos ha permitido constatar una vez más.
Con todas las cosas que ha dicho y hecho Francisco I como Papa, la imagen que resume su pontificado es la de una anécdota, quizá no tan importante pero sí tremendamente significativa: el momento en el que recibió –de manos de Evo Morales, sobre el que por cierto pesan gravísimas acusaciones– una imagen de un Cristo crucificado en una hoz y un martillo. Nada podría representar mejor lo que han sido unos años que, de no ser la Iglesia una institución con dos milenios a sus espaldas y con una capacidad de resistencia como no la ha tenido ninguna otra en la historia, la habría dejado herida de muerte.
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