
Adolescentes que matan
Desoladas declaraciones del padre de uno de esos pulquérrimos adolescentes que abrasaron a la mendiga en su cubículo de cartones junto a un cajero automático en Barcelona. Hemos criado, viene a decir, una generación monstruosa, de criaturas que desconocen las constricciones morales.
Una generación – no, varias ya – de sujetos moral y socialmente castrados.
Adolescentes que matan. No. Adolescentes que atesoran su placer en dar dolor y muerte. En filmarla, tal vez. Revisitarla, luego. En compañía, tal vez, de otros a los cuales transmitir un gozo vicario. Gratis. Porque el cuerpo del mendigo fue deshumanizado previamente: su suciedad, su hedor, su exclusión minuciosa de cualquier rasgo en el cual pueda el pulcro asesino adolescente sospechar identificación alguna, similitud alguna. Ni siquiera bestias. El pulquérrimo adolescente no haría eso con el bien enjabonado perro de su mamá; el pulquérrimo adolescente es sensible, y sólo entrega a las llamas inmundicia. Ni siquiera bestias.
Humana, sin embargo. Para que el gozo del pulquérrimo adolescente sea pleno, se requiere la voz, la lengua de ese o de esa que, antes de fundirse en el alarido de las llamas, profería palabras, pese a toda diferencia, inteligibles.
Hay quienes consideran que Sigmund Freud exageraba en 1915:
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Una generación – no, varias ya – de sujetos moral y socialmente castrados.
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Adolescentes que matan. No. Adolescentes que atesoran su placer en dar dolor y muerte. En filmarla, tal vez. Revisitarla, luego. En compañía, tal vez, de otros a los cuales transmitir un gozo vicario. Gratis. Porque el cuerpo del mendigo fue deshumanizado previamente: su suciedad, su hedor, su exclusión minuciosa de cualquier rasgo en el cual pueda el pulcro asesino adolescente sospechar identificación alguna, similitud alguna. Ni siquiera bestias. El pulquérrimo adolescente no haría eso con el bien enjabonado perro de su mamá; el pulquérrimo adolescente es sensible, y sólo entrega a las llamas inmundicia. Ni siquiera bestias.
Humana, sin embargo. Para que el gozo del pulquérrimo adolescente sea pleno, se requiere la voz, la lengua de ese o de esa que, antes de fundirse en el alarido de las llamas, profería palabras, pese a toda diferencia, inteligibles.
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Hay quienes consideran que Sigmund Freud exageraba en 1915:
“Una prohibición tan terminante como la de matar, sólo contra un impulso igualmente poderoso puede alzarse. Lo que ningún alma humana desea no hace falta prohibirlo, se excluye automáticamente. Precisamente la acentuación del mandamiento No matarás nos ofrece la seguridad de que descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos que llevaban el placer de matar, como quizá aún nosotros, en la masa de la sangre… Somos, como los hombres primitivos, una horda de asesinos”
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