Calatañazor, un pueblo con historia... y mucho más
Llegar hasta Calatañazor es, en sí misma, una agradable experiencia: tras un recorrido por una de esas placenteras carreteras de campo con las curvas justas para hacer la conducción entretenida sin que haya peligro, nos desviamos a una vía mucho más estrecha en la que sí hay curvas cerradas, detrás de una de las cuales surge el pueblo, encaramado a una roca, mostrando ya sus murallas.
La carretera, ya más camino que otra cosa, entra entonces en Calatañazor por la que es, casi, la única calle del pueblo y, atravesándola en una empinada pendiente rodeada de preciosos ejemplos de arquitectura popular, llega hasta la plaza que está a los pies de las ruinas, espléndidas, del castillo.
Como un servidor, muchos de ustedes conocerán de nombre a este pequeño pueblo soriano por aquello de "en Calatañazor Almanzor perdió el tambor", la frase que recuerda un episodio a mitad de camino entre la historia y la leyenda, sobre la derrota del caudillo musulmán que llevó a la España cristiana a mal traer al final del primer milenio.
De la cosa, llevada de aquella manera al cine hace unos años en una de esas películas con el sello inconfundible de los Ozores, no queda en el pueblo otra traza que una plazuela modesta con un busto del moro, es de suponer que por aquello del multiculturalismo.
Y también está el castillo, claro, que siempre puede inflamar nuestro espíritu guerrero, pero lo cierto es que nada tuvo que ver con las andanzas, reales o no, de Almanzor: es varios siglos posterior.
Hoy en día lo que podemos ver de la fortaleza son unas ruinas que parecen diseñadas por un poeta romántico y sobre las que sobrevuela, casi permanentemente, un grupo de varias docenas de buitres que realizan espectaculares pasadas a una distancia extraordinariamente baja. Obviamente no soy experto en el tema, pero no he visto aves rapaces tan cerca en toda mi vida, un auténtico espectáculo, se lo aseguro.
Además de todo eso y de algunos tramos de muralla, que no es poco para un pueblo que tiene unos 70 habitantes, Calatañazor tiene algunas calles que guardan todo el sabor de una arquitectura popular, pobre y hermosa, con entramados de madera y adobe en las plantas altas y muros de piedra en las bajas.
Una arquitectura que nos habla de inviernos fríos y condiciones de vida que debían ser durísimas, de familias reunidas en torno al fuego y calles y campos cubiertos de nieve. Ahora que mencionamos lo del fuego, por cierto, una de las peculiaridades de Calatañazor son sus chimeneas cónicas, que tienen un inusitado protagonismo en el interior de los hogares. No dejen de ver una si tiene oportunidad.
Naturaleza envidiable
Además de enclavarse en un entorno de campos hermosos e inmensos pinares, Calatañazor tiene un par de joyitas naturales que vale la pena conocer. El primero de ellos es la reserva natural del Sabinar de Calatañazor, que incluye un bosque de 22 hectáreas de sabinas con ejemplares gigantescos para la media de esta especie y, según se dicen, que llegan a ser milenarios.
Además del porte elegante que alcanzan estos árboles cuando cargan siglos en sus ramas, una cosa que me gusta de ellos es la capacidad de sus troncos de retorcerse, abrirse y convertirse en auténticas y atormentadas estatuas vivas, llenas de cicatrices y rugosidades, fotogénicas como alguien que sufre.
El otro tesoro natural de Calatañazor es la Fuentona, un curioso manantial en el que un río surge casi de la nada, con aguas cristalinas que forman una corriente calmada que se abre paso a través de un cañón, no tan espectacular como el también soriano del Río Lobos, pero singularmente bello.
El camino es tranquilo en un día de invierno, casi sin más paseantes que el propio grupo y a través de una naturaleza amable, cruzando varias veces el río que nace en la propia Fuentona hasta llegar a la pequeña laguna en la que el agua surge a la superficie y nos muestra la parte más pequeña de un gran sistema subterráneo.
Un poco metáfora de esa Calatañazor y en cierto sentido de toda Soria, que parecen escondidas para el viajero. Pero no, no están tan lejos y, desde luego, vale la pena conocerlos.