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Antonio Robles

El burka digital

Siete décadas de prosperidad y paz nos están dejando sin defensas.

Siete décadas de prosperidad y paz nos están dejando sin defensas. Me refiero a los ciudadanos de las sociedades del bienestar, al primer mundo. Nos han ocultado el abismo. Hemos perdido pie, y aún no nos hemos dado cuenta. Ni siquiera sabemos nadar. ¿Para qué, si nos hemos acostumbrado a creer que la tecla retorno forma parte de nuestra naturaleza?

Los mensajes son inquietantes, pero no nos inquietamos: Donald Trump pretende imponer aranceles raciales y comerciales, y quiere levantar muros con el lenguaje bronco del totalitarismo. En defensa del campanario. Como siempre. Se abraza a Putin, jalea el Brexit británico y alienta a Marine Le Pen para que haga lo propio. ¿Qué quedaría del sueño de unos Estados Unidos de Europa tras ese retorno al nacionalismo de siempre? O por ser más concreto, ¿en qué quedará la UE si Marine Le Pen llega al Elíseo y reniega del euro?

Tenemos placas tectónicas bajo nuestros pies y sólo reparamos cuando tiembla Italia y se desmoronan sus pueblos. Hemos olvidado pronto a Heráclito: "Todo cambia y nada permanece". Si no podemos nada contra la fatalidad de la naturaleza, al menos tenemos la capacidad de prever y prevenir los daños colaterales que nuestros actos –los que dependen de nuestra voluntad– provocan en nuestras sociedades.

Pero estamos demasiado embelesados en la tramposa reversibilidad de cuanto nos ofrece el mundo digital. Un mundo paralelo de humo que ha suplantado al mundo real.

La construcción de nuestros Estados Democráticos de Derecho ha costado sangre, sudor y lágrimas, y más de 2.500 años de voluntad racional. Dejamos el mito por el logos, nos dimos normas, regimos nuestras vidas y aseguramos la libertad que disfrutamos porque nos sometimos a la ley. Una manera de no matarnos, de asegurar la propiedad, y de colaborar con el bien común. Para todo ello fue necesario el respeto mutuo, la tolerancia de las ideas del otro y la aceptación de las reglas que los garantizan. Toda esta telaraña tejida de esfuerzos y siglos parecen deshilacharse en nuestro mundo digital.

Cuando disponemos de más información que nunca, paradójicamente, menos criterios basados en conocimientos empíricos contrastados tenemos. Cuanta más facilidad para acceder a información gratuita, menor rigor y mayor irresponsabilidad en las fuentes que la distribuyen. Reparemos en un solo detalle: nos ha costado dos milenios y medio organizar el Estado de Derecho, responsabilizar a la prensa de sus actos y disponer de mecanismos de coerción para evitar el abuso. Hoy, sin embargo, las redes sociales son una selva sin normas que amenaza con devastarlo todo: la voluntad de verdad, la responsabilidad de autor, el límite entre el conocimiento contrastado y la superstición… Y sus efectos sobre la política: la suplantación, la ley del más fuerte, la sacralización de la pereza y la ignorancia, el relativismo absoluto y la muerte de la brevedad a manos de la simplificación. Un mundo paralelo al real, que carece de reglas para limitar el abuso. Cualquiera puede defecar sobre cualquiera parapetado tras un nick, difundir rumores que arruinan empresas o difamar en la más absoluta impunidad el honor de las personas. Frente al Estado de Derecho, el mundo digital está aún en las cavernas.

En esta edad de la inocencia, las redes sociales se diseñan por community managers para disecar el mundo, como ayer lo simplificaban los sacerdotes. Pero parece que nadie lo quiere pensar. Los resultados están a la vista. Los más brutos nos llevarán al abismo sin darse cuenta de que caminan hacia él. Es el burka digital de las sociedades opulentas.

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