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Emilio Campmany

Los bloques

¿Cuáles fueron las razones de cada actor para implicarse en el conflicto?

¿Cuáles fueron las razones de cada actor para implicarse en el conflicto?

Cuentan que durante la Crisis de los Misiles Kennedy estuvo leyendo Los cañones de agosto, la detallada narración de los días iniciales de la Primera Guerra Mundial escrita por Barbara Tuchman. Jack se aterrorizó al pensar que algo parecido pudiera ocurrirle a él. Fue desde luego habitual durante la Guerra Fría que los historiadores sentaran en el banquillo de los acusados a la política de bloques como una de las responsables del estallido de la Gran Guerra. Dos bandos, la Triple Alianza y la Triple Entente, enfrente el uno del otro, fueron un barril de pólvora que cualquier chispazo, por ejemplo, el asesinato de Francisco Fernando en Sarajevo, podía hacer estallar. Había que extraer de ello una enseñanza para que la Guerra Fría, una situación tan parecida, con dos bloques mirándose torvamente desde uno y otro lado del globo, no tuviera el mismo desenlace.

Es verdad que, al menos aparentemente, Alemania, Francia y Gran Bretaña fueron a la guerra por un asunto, la independencia de Serbia, que no les atañía en absoluto. Eso puede hacer creer que las tres se limitaron a honrar los rígidos pactos que tenían con sus respectivos aliados. Si así hubiera sido, no cabría duda de que la existencia misma de las alianzas tendría una responsabilidad en lo sucedido. Sin embargo, Alemania pudo haber advertido a Austria-Hungría de que no apoyaría sus acciones contra Serbia. Francia pudo haber avisado a Rusia de que no entraría en guerra con Alemania por mor del pequeño reino balcánico. Y Gran Bretaña, según sus acuerdos, ni siquiera estaba obligada a intervenir. La prueba de que quien hubiera querido habría podido mantenerse al margen es que eso fue precisamente lo que hizo Italia, a pesar de estar integrada en la Triple Alianza. La cierto es que cada cual tuvo sus razones para zambullirse en el desastre. ¿Cuáles fueron?

Austria-Hungría dependía diplomáticamente de Alemania. Hasta 1866, la cuestión de quién conduciría la unificación alemana, si Austria o Prusia, dominó la política europea. Dos guerras, la austro-prusiana de 1866 y la franco-prusiana de 1870-71, inclinaron la balanza del lado de Berlín. Con la desaparición de la Confederación Germánica, Austria perdió el liderazgo que ostentaba entre los Estados alemanes. Con su división en doble reino (1867), se debilitó fatalmente. A partir de entonces su política exterior se centró en ver el modo de hacerse con los despojos del moribundo Imperio otomano en los Balcanes. Allí chocó con los intereses rusos, que codiciaban lo mismo. Austria-Hungría, por sí sola, no hubiera podido enfrentarse a Rusia, pero contar con el ejército prusiano podía cambiar radicalmente las cosas. Entre 1867 y 1914, Austria se pavoneó en los Balcanes siempre que tuvo el respaldo de Berlín. Cuando careció de él, dio humildemente un paso atrás. Las veces que ese respaldo existió, Rusia dejó hacer a Austria de mala gana por temor a Alemania. Pero en julio de 1914, no obstante existir ese respaldo, Rusia se mantuvo firme.

Es verdad que en ocasiones anteriores Alemania había contenido a Austria. ¿Por qué en julio de 1914 no lo hizo? Después de haber dejado que el Tratado de Reaseguro suscrito con San Petersburgo caducara (1890), y dado lugar a que Francia y Rusia se convirtieran en aliados (1892) y amenazaran con hacerle una guerra en dos frentes, Berlín intentó conducir lo que allí se llamó Weltpolitik. Ese buscar por su cuenta un lugar al sol junto al resto de potencias implicó constituirse en rival colonial de Francia y Gran Bretaña, irritar a los rusos incrementando su influencia en Turquía y Bulgaria y aterrorizar a los ingleses construyendo una flota que rivalizara con la Navy. En 1914 Alemania sólo tenía un aliado, Austria-Hungría. Pero lo peor era que había estado importunando a todas las demás grandes potencias. La situación hubiera aconsejado ser prudentes, como tantas otras veces anteriores lo fueron. Sin embargo, esta vez varias consideraciones indujeron a Guillermo II a aconsejar, casi exigir, firmeza a Francisco José:

1ª) Austria, su único aliado, dejaría de ser tenida por gran potencia si dejaba sin castigar el asesinato del heredero al trono de los Habsburgo, planeado por oficiales de un minúsculo Estado balcánico. 2ª) Rusia no se atrevería a intervenir por miedo al ejército alemán;

3ª) y si se aventuraba a hacerlo era preferible que la guerra estallase antes de que San Petersburgo completara el programa de rearme que estaba llevando a cabo y que no estaría concluido antes de 1916.

No obstante, Rusia insistió en acudir en defensa de sus hermanos serbios. Alemania la había empujado a aliarse con su enemigo ideológico, la republicana Francia, exportadora de odiosas ideas revolucionarias. Con todo, en 1914 esos recelos estaban superados. Durante la visita del presidente de la república francesa a San Petersburgo en junio, las bandas militares rusas tocaron La Marsellesa entre el júbilo de la aristocracia zarista. Rusia además había sufrido recientes humillaciones a manos de Austria con el respaldo alemán: así, la anexión de Bosnia-Herzegovina (1908) y que, durante las Guerras Balcánicas, Austria impidiera a Serbia tener una salida al mar que los rusos podrían haber aprovechado. Encima, el estatuto de los estrechos (Dardanelos y Bósforo) continuaba impidiendo a los barcos de guerra rusos salir del Mar Negro al Mediterráneo. Estallada la crisis a consecuencia del asesinato de Francisco Fernando, Rusia no estaba dispuesta a dejar pasar una más si los franceses se mantenían firmes a su lado.

Y Francia estaba deseando que llegara la ocasión de recuperar Alsacia y Lorena. Pero no fue sólo el ansia de venganza. Mientras Alemania crecía económica y demográficamente, la otrora poderosa Francia se estancaba. El tiempo corría contra París. Por eso, para tener un ejército que pudiera hacer frente al alemán, cada vez más numeroso, decretó el servicio militar de tres años. Pero esa paridad, alcanzada con tanto sacrificio, no duraría. Encima, 1914 era un momento en el que Gran Bretaña podía ser tenida casi como una aliada. Era imposible saber cuánto duraría la buena disposición inglesa, siempre tan voluble, pero era fácil sospechar que poco. Por lo tanto, si Rusia estaba dispuesta a jugársela, no sería Francia la que la detuviera en un momento que el Elíseo consideró favorable.

¿Y Gran Bretaña? Tenía que hacer frente a dos problemas: el primero en Europa y el otro en las colonias. En el continente había surgido una gran potencia que amenazaba con adueñarse del mismo. En su día los ingleses impidieron a españoles y franceses hacer algo similar. Parecía llegada la hora de hacer lo propio con los alemanes. Fuera, incapaces ya de tener a raya a sus rivales coloniales, se habían visto obligados a suscribir acuerdos con Francia y con Rusia para repartirse los territorios en disputa en esferas de influencia. Una vez obligada a pactar con sus adversarios, Gran Bretaña no podía oponerse a ellos en el continente porque eso pondría en peligro los acuerdos coloniales. Sus únicas opciones eran ponerse de su lado o mantenerse neutral. En el último momento decidió hacer lo primero porque Alemania violó la neutralidad de Bélgica, algo que Gran Bretaña estaba obligada a preservar por un tratado de 1839 que tenía por objeto evitar que una gran potencia se instalara al otro lado del Canal. Pero eso no fue más que un pretexto. Lo crucial fue que no podía permitir que Alemania derrotara a Francia y a Rusia, se apoderara de sus colonias y se convirtiera en ama y señora del mundo.

Y así fue como, cuando Austria quiso dar un escarmiento a Serbia, no fueron las alianzas lo que arrastró a las demás potencias, sino que lo hicieron sus intereses.


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