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José García Domínguez

Los parásitos y 'els altres catalans'

Lo que en verdad hay es un ejército de parásitos funcionarizados, legiones de chupatintas a los que mantienen y dan de comer los catalanes que producen algo útil.

Lo que en verdad hay es un ejército de parásitos funcionarizados, legiones de chupatintas a los que mantienen y dan de comer los catalanes que producen algo útil.
Cordon Press

La Agencia Europea de la Psiquiatría, si es que algún día se crea, instalará su sede, con total seguridad, en Barcelona. Y la alcaldesa Colau también ha hecho méritos más que sobrados para que un eventual Congreso Mundial de la Telefonía Fija elija, acaso por unanimidad, idéntica ubicación. El de la móvil, en cambio, parece que va a volar lejos, bien lejos de Cataluña. Y ya mismo, dicen. Una definitiva, final desertización económica del territorio, la que ha provocado el poder hegemónico del catalanismo político, que a nadie parece importar demasiado dentro de ese mundo onanista. En Cataluña, qué le vamos a hacer, todas las pesquisas estadísticas apuntan a que hay cerca de dos millones de seres, todos en teoría racionales, que estarían dispuestos a comer berzas a cambio de poder morar en un estadito segregado de España. Asunto, ese de las berzas, que, como decía Rubén Darío de la prosa de Baroja, tiene mucha miga.

Porque, si bien se mira la composición sociológica de esa tropa, la de la base electoral del separatismo, la conclusión a la que se llega es un poco distinta. La cosa va de comer berzas, sí. Pero, en realidad, a lo que están dispuestos el grueso de los votantes de Junqueras y de Puigdemont es a que comamos berzas los demás, no ellos. En su generosa e infinita capacidad de sacrificio por la pàtria, los separatistas quieren que el prójimo cambie de dieta por mor de la construcción nacional. Pero solo el prójimo. En Cataluña, debería ser sabido, hay dos clases sociales que se caracterizan por no existir: la burguesía y el proletariado. Aquí no hay burgueses desde hace más de medio siglo, cuando los fabricantes Sabadell le vendieron la fábrica que había fundado el abuelo a la primera multinacional que llamó a su puerta tras la llegada de la competencia, la de verdad, a la muerte de su añorado proteccionismo franquista. En cuanto al proletariado, lo más parecido a eso que queda son los sin papeles nigerianos que venden bolsos falsificados en las aceras del Paseo de Gracia. Hoy, los genuinos burgueses y los proletarios catalanes ya solo se pueden encontrar en las novelas de Ignacio Agustí. Ahí y solo ahí.

Fuera de esas páginas de Agustí tan injustamente olvidadas, lo que hay en Cataluña son, somos, dos grupos perfectamente definidos –y escindidos– por el origen de sus rentas. Por un lado, los catalanes que de un modo u otro viven del cuento nacionalista, que son legión. En el opuesto, els altres catalans, los que a falta de narrativas, relatos y cuentos chinos identitarios no tienen más remedio que vivir del y para el mercado. Porque no podía ser casualidad, y no lo es, que el 50% de los trabajadores de la Administración Pública en Cataluña fuesen independentistas. Y que, sin embargo, ese porcentaje baje a un mínimo 26% cuando se trata de asalariados que se ganan el sustento en empresas privadas. Desde los predicadores de las tertulias de TV3 al último maestrillo de pueblo que roba el precioso tiempo de sus pequeñas víctimas cautivas inculcándoles morralla catalanista, tras todas esas esteladas, todos esos puños amenazantes, todo esos posados iconoclastas, todas esas masas exaltadas y toda esa furibunda parafernalia insurgente de papel couché, lo que en verdad hay es un ejército de parásitos funcionarizados, legiones de chupatintas en comisión de servicios a los que mantienen y dan de comer los otros catalanes, los que producen algo útil y con valor de cambio.No se han levantado contra España. Se han sublevado contra el siglo XXI.

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