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El ocaso del circo catalán

Los espectáculos circenses nacieron en Inglaterra en 1768, de la mano de Philip Astley, un ex-suboficial de caballería del ejército británico. Desde entonces, se expandieron por casi todo el mundo, aportando organización y envergadura a lo que antes eran espectáculos ambulantes protagonizados por pequeños grupos de feriantes.

Los zares rusos, empezando por Catalina la Grande, fueron grandes aficionados y protectores del circo, llegando a contar el país con numerosas instalaciones permanentes. Al producirse la revolución soviética, Lenin reconoció de inmediato la potencialidad de ese espectáculo y procedió a nacionalizar todas las compañías circenses existentes, consolidándolas en una estructura de carácter federal. En 1927 se inauguraría en la Unión Soviética el Colegio Estatal de Artes Circenses y Variedades, que en las décadas posteriores alimentaría de artistas el centenar largo de compañías estatales dedicadas a este tipo de espectáculo.

Ese apoyo estatal le sirvió al circo ruso para ganar una merecida fama fuera de las fronteras de la Unión Soviética. Pero, como suele suceder, eso crea también inercias y rigideces que, a la larga, se convierten en una carga: tras la caída del régimen comunista, los espectáculos circenses continuaron siendo estatales, y el resultado fue que Rusia se quedó descolgada al producirse la revolución del sector en los años 80. Es en esa época cuando se inicia en los países anglosajones, Francia y Canadá una evolución hacia los espectáculos teatrales, en la que se combinaban los números circenses tradicionales con música, juegos de luces y vestuarios. El resultado fue una completa renovación del sector y la práctica desaparición de los circos tradicionales. La compañía más conocida de circo contemporáneo es El Circo del Sol, que en la actualidad factura cerca de 900 M$ anuales.

En España tenemos también nuestro espectáculo circense de carácter estatal, con unas instalaciones permanentes en el parlamento catalán. Allí se representa desde hace décadas una función que lleva camino de batir todos los récords de permanencia en el escenario. Día sí y día también, asistimos a un espectáculo, financiado con fondos estatales, en el que no falta de nada: malabarismos, trucos de magia, equilibristas, platillos chinos, domadores de fieras, acróbatas del escaño... Y sobre todo payasos, muchos payasos. La única diferencia con respecto al circo tradicional es que aquí son los payasos los que se ríen del público. De hecho, han convertido al público en parte del espectáculo: los payasos de las bofetadas somos nosotros, los sufridos españoles. Y sus muy honorables señorías se lo pasan estupendamente carcajeándose de todos los imbéciles que les pagamos el sueldo.

Pero, como pasó con el circo ruso, la renovación del sector amenaza también al circo catalán. Probablemente hayan visto Vds. alguno de los vídeos que corren por Internet y en los que un verdadero cómico profesional, don Albert Boadella, convoca a los catalanes a la manifestación por Tabarnia que tendrá lugar mañana domingo en Barcelona. Si la idea de Tabarnia ha cuajado con tanta fuerza es por la misma razón que El Circo del Sol ha desplazado a los circos tradicionales: porque el público está ya cansado de los mismos números de siempre. Y Tabarnia ha venido a dar la puntilla a los payasos renqueantes y casposos del circo separatista, sublimando el espectáculo, convirtiéndolo en obra teatral y dotándolo de un aire fresco, luminoso e innovador. Y con humor, sobre todo con mucho humor.

Tabarnia ha devuelto la esperanza a la audiencia: por fin somos nosotros los que vamos a reírnos de nuevo. Ya que pagamos el sueldo a tanto mamarracho, por lo menos que no sean ellos los que se rían de nosotros.

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