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EDITORIAL

¿Hay que reformar la Constitución?

Los españoles van a enfrentarse a un futuro lleno de incertidumbres, empezando por la economía y terminando por la desmembración de la idea de nación sobre la que reposa la Constitución, a menos que mejoremos nuestra Ley de Leyes.

Cada aniversario de la Carta Magna sirve como efeméride para reflexionar sobre si el texto necesita de algún tipo de reforma que la "adapte" a los nuevos tiempos. Desde luego, nuestra Constitución dista mucho de ser perfecta, ya que al fin y al cabo fue fruto de un consenso entre falangistas y comunistas reconvertidos a demócratas; un clima de entendimiento que sólo fue posible gracias, según nuestra articulista Cristina Losada, a la voluntad generalizada de la sociedad española por superar las viejas disputas del pasado. 

Por este motivo, no es difícil encontrar artículos que chirríen desde una perspectiva liberal, hasta el punto de que, para Carlos Rodríguez Braun, la Constitución sólo posee una línea liberal: "Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia" (art. 33.1). Sin embargo, incluso la propiedad privada (base última de toda sociedad) ha sido violentada con frecuencia por una Administración que no se ha visto lo suficientemente constreñida por nuestro sistema judicial. El caso Rumasa, tal y como recuerda Emilio J. González, consolidó un modelo económico basado en la connivencia entre el Gobierno y las agrupaciones empresariales y sindicales (muy al estilo del corporativismo fascista) que todavía perdura hoy con gravísimas consecuencias para nuestra prosperidad.

Pero esta continuada falta de respeto hacia la propiedad privada por parte de las Administraciones es sólo un síntoma de un problema más de fondo: la voladura de la separación de poderes por parte del Gobierno de Felipe González con la conquista del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en 1985, tal y como desarrolla Guillermo Dupuy.

Una falta de independencia judicial que se ha visto, además, reflejada en un sesgo favorable al desarme competencial de la Administración Central, gracias a una interpretación laxa de ese, en palabras de Juan Carlos Girauta, agujero negro que representa el Título VIII del texto constitucional. Por esta vía, el régimen de las autonomías se ha convertido en uno de los principales elementos de inestabilidad política e institucional, dado que, por mucho que la Carta Magna cumpla 30 años, la estructura del Estado sigue sometida, como denuncia Emilio Campmany, a un continuo cambio por parte de los caudillos regionales.

Ésas, precisamente, deberían ser las principales líneas de reforma a impulsar en los próximos años. Primero, garantizar la independencia de los jueces, ya sea permitiendo que el CGJP sea elegido por sus asociaciones o por cualquier otro mecanismo que los separe de los políticos; segundo, establecer de manera clara la división competencial entre la Administración central y las autonómicas e impedir la asunción de competencias por la vía de hecho a través de la recuperación de la figura del recurso previo de inconstitucionalidad; tercero, elevar a categoría constitucional parte de los preceptos de la Ley de Partidos para impedir que los terroristas utilicen la potestad estatal para sus propios fines; y cuarto, reelaborar el articulado económico para progresar hacia la liberalización, el abandono de ficticios "derechos sociales" y la protección íntegra de la propiedad privada.

Todas estas son reformas esenciales para nuestra sociedad, tanto desde un punto de vista institucional, como civil o económico. Los españoles van a enfrentarse a un futuro lleno de incertidumbres, empezando por la economía y terminando por la desmembración de la nación sobre la que reposa la Constitución, a menos que mejoremos nuestra Ley de Leyes.

Sin embargo, el proceso de reforma puede convertirse en un arma de doble filo. Es cierto que la Constitución contiene mecanismos de reforma, pero precisamente por eso también los contiene para su propia destrucción. La prudencia apunta, como advierte Pío Moa, a defender el texto actual pese a sus notables deficiencias. Al fin y al cabo, ninguno de nuestros partidos políticos parece decidido a conducir la reforma por los derroteros antes apuntados, de modo que abrir el melón constitucional bien podría llevar a una explosión incontrolada desde dentro.

De hecho, ¿cómo van el PP y el PSOE a defender la idea de España y la unidad y libertad del mercado si son los primeros en utilizar al nacionalismo para gobernar? Es más, los socialistas incluso han decidido suplantarlos en las diversas regiones del país, cuestionando, de acuerdo con José García Domínguez, la unidad nacional. La reforma necesita de algo más que un brindis al Sol.

Por consiguiente, antes de reescribir algunos preceptos de la Carta Manga, se impone la necesidad de que muchos españoles, especialmente en las regiones más nacionalistas, se den cuenta del error que están cometiendo con sus planteamientos ideológicos y exijan a sus políticos un cambio de dirección. Pero por desgracia no parece que ésta sea la tendencia hacia la que vayamos, de modo que las nefastas consecuencias de esta anestesia social las tendremos que descubrir en el futuro a golpe de crisis política y económica.

En España

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