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De los Papas y de la buena vida: Aviñón o las delicias de una Provenza cargada de historia y belleza

Las murallas de Aviñón, fotografiadas al amanecer.
El encanto de Aviñon

Como es lógico, y más en mi caso que soy un poco friki de todo lo que sean piedras viejas, me atraía Aviñón por su historia única y excepcional: es la única ciudad del mundo –además de Roma, claro– que fue sede del Papado y eso no es cualquier cosa, pensaba yo convencido de que ese siglo de papas y antipapas tenía que haber dejado una impronta especial.

Y la ha dejado, sin duda, y es impresionante, pero lo cierto es que fue otra cara de Aviñón la que me ganó definitivamente: la de una ciudad amable, bonita, muy agradable, con buenos restaurantes en las plazas, calles llenas de encanto y en la que se respira una cierta forma de vivir muy francesa, pero también mediterránea, lo que no es una contradicción, claro, pero aquí se da con un toque más sureño, más italiano, que al cabo durante mucho tiempo el pequeño territorio alrededor de esta ciudad era más Italia, propiedad de los Estados Vaticanos, que Francia.

El río, la muralla, el Palacio…

Aviñón está a la orilla de un Ródano que a la altura de la ciudad es un río enorme y hermoso que cruzaba el puente que se convirtió en casi universal gracias a la canción infantil. Desde 1660 el viaducto se queda a mitad de camino de la otra orilla: se lo llevó una de las habituales riadas del Ródano que, según me contaron, tuvieron otro efecto algo más beneficioso para la ciudad: por su culpa se mantuvo en pie una muralla medieval que servía para frenar un poco el ímpetu de las aguas, que aún hoy rodea al casco viejo y cuyo estado de conservación es una de las primeras cosas que te sorprende al llegar.

Tan es así que pensé que serían algún extraño fenómeno más tardío pero no: se trata de las construidas en el siglo XIV por los Papas que, eso sí, fueron restauradas en el XIX por Viollet-le-Duc, que ya saben ustedes que restauraba un poco de aquella manera, vamos, que añadía alguna cosa de su cosecha.

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El Grand Tinel | C.Jordá

Dentro de ese recinto amurallado la gran estrella es, cómo no, el Palacio de los Papas: un complejo enorme, tan grande que pasa por ser el mayor palacio gótico del mundo, pero que no sólo tiene en el tamaño su interés, aunque desde luego salas como el Grand Tinel –el espacio en el que se podrían dar banquetes para miles de invitados– impresionan, como impresionan las dimensiones del laberíntico conjunto. Sin embargo, meses después en mi memoria diría que hay más espacio para los maravillosos frescos de las habitaciones privadas de los Papas, quizá por lo originales que son o por lo chocante que es que, justo en ese espacio íntimo, Sus Santidades no quisieran más imágenes religiosas.

En conjunto la visita al palacio, que hoy en día sigue bastante vivo como un espacio para celebrar conciertos y exposiciones, es imprescindible, casi desde el primer paso al último, quizá en uno de sus altos torreones disfrutando de la vista sobre la bellísima Aviñón.

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La biblioteca en el Palacio de Ceccano | C.Jordá

Pero el Palacio de los Papas no es la única herencia que el paso del Papado por Aviñón ha dejado a la ciudad, que se llenó de otros palacios más modestos pero también bellos ocupados sobre todo por cardenales. Uno de ellos es el Petit Palais, hoy convertido en un interesante museo de arte; otro es el Ceccano, convertido en una mediteca gracias a lo cual se puede visitar totalmente gratis su espectacular sala de lectura, con unas bellísimas pinturas en los techos y paredes.

Al otro lado del río

Como les contaba antes, Aviñón y parte de sus alrededores no eran territorio francés antes de 1791, cosas de la revolución, ya saben. Sí lo era, precisamente, la otra orilla del Ródano, por lo que los reyes franceses, construyeron una torre para controlar un poco esa frontera, en lo que hoy es Villeneuve-lès-Avignon.

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Entrada al Fuerte de San Andrés | C.Jordá

Sólo unos años después llegaron los Papas y la villa cobró una enorme importancia estratégica porque desde allí se podía echar un ojo a ver que hacía la Santa Madre Iglesia y, de paso, se le recordaba a Sus Santidades que el poder real estaba muy cerca. Así que construyó en lo alto de una colina el todavía imponente Fuerte de San Andrés, rodeando una abadía preexistente de la que queda muy poco, también cosas de la revolución, por cierto.

A los pies de la colina en la que está el fuerte sí sigue en pie, en buena medida, la Cartuja de Notre-Dame-du-val-de-Bénédiction, fundada por uno de los Papas aviñonenses y que, pese a su azarosa existencia – sí, esto también tiene que ver con la revolución – sigue siendo una preciosidad y ofreciendo una imagen bastante fiel e interesante de lo que debía ser una institución monástica en la edad media.

Además de eso, Villeneuve-lès-Avignon es el perfecto complemento a su vecina de la otra orilla por su enorme vínculo histórico, porque guarda un notable parecido y, sobre todo, porque tiene, en una versión más pequeña, el mismo encanto: es una de esas pequeñas preciosidades perfectamente cuidadas típicas de la Francia rural.

Como lo es también la propia Aviñón con ese toque especial y esa historia insólita. Por cierto, si tienen la oportunidad quizá puedan viajar en julio y disfrutar de su festival de teatro que pasa por ser el más antiguo y uno de los mejores de Francia. Pero si no es así, no pasa nada: vale la pena en cualquier momento del año.

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