
1588: «Yo no mandé a mis barcos a luchar contra los elementos»
El 28 de julio de 1588, incapaz de derrotar a la flota inglesa y mermada por las inclemencias meteorológicas, caía derrotada la Gran Armada. La invasión de Inglaterra había sido imposible. Quizás la flota distaba mucho de ser «invencible», pero el plan pergeñado por Felipe II no era en absoluto descabellado. En el mejor de los casos, sus tropas habrían entrado en Londres y provocado un levantamiento de los católicos opositores al régimen Tudor. En caso menos favorable, el asedio debería haber supuesto importantes concesiones, como la tolerancia del culto católico y la cesión de los territorios británicos en los Países Bajos. El plan podía ser factible pero su ejecución dejó malos presagios desde el principio. El marqués de Santa Cruz, capitán de la flota, moría el 9 de febrero y era sustituido por el duque de Medina Sidonia, hombre de autoridad incuestionable, pero de menor experiencia naval. Luego llegaron las tormentas y las demoras que empeoraban el estado de los víveres.
Cuentan que cuando la flota española asomó por el horizonte en su imponente formación de media luna, Francis Drake no quiso movilizarse hasta terminar su partida de bolos. Tras breves escaramuzas, la Armada se dirigió a Calais, donde debía reunirse con Alejandro Farnesio y sus tercios. Allí la flota española recibía la corriente de frente y los ingleses pudieron lanzar sobre ella los brulotes, barcos a la deriva cargados de explosivos, que para la época eran una suerte de ingeniosos torpedos. Los ingleses sacrificaron ocho barcos para convertirlos en llameante munición pesada que rompió la formación de la Armada. Con la flota dispersa, el tiempo empeoró y llegó el lance de Gravelinas, donde los ingleses hostigaron la retaguardia española, muy mermada de munición. El desembarco era ya imposible y el duque ordenó salvar la flota rodeando las islas británicas por el norte. No lo consiguió. Nuevas tormentas y el asedio de los ingleses en las costas diezmaron la flota. Regresarían 65 naves y un tercio de los hombres. «Yo no mandé a mis barcos a luchar contra los elementos», se lamentaría Felipe II. Fue entonces cuando a la Grande y Felicísima Armada la llamaron también la Invencible.
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El artículo es de muy baja calidad historiagráfica. Según la historiografía más reciente española e internacional (fundamentalmente inglesa e irlandesa)la Armada de 1588 no fue derrotada puesto que apenas hubo enfrentamientos navales. En éstas,las pérdidas inglesas fueron probablemente superiores a las españolas. La palabra "derrota" debe ser sustituida por "fracaso" en el sentido de que no cumplió con sus objetivos y no por culpa de los ingleses, sino por dulpa de los fuertes y persistentes vientos que empujaron la flota hacia el Norte. La armada inglesa que unos meses antes había querido atacar España, no había podido llegar a Galicia por culpa de esos mismos vientos y tuvo que regresar a Plymouth. Dos tercios de la Armada Invencible, fundamentalmente todos los galeones (los barcos específicamente diseñados para el combate naval) regresaron a puertos españoles para su puesta en orden. Los astilleros españoles continuaron en todo momento su actividad sumando fuerzas para mantener esta guerra al tiempo que se combatía contra el turco en el mediterráneo. La guerra angloespañola comenzó en 1580 cuando España y Portugal, las potencias navales más importantes de su tiempo, quedan unificadas bajo una misma monarquía. Felipe II asesta un duro golpe a franceses e ingleses arrebatándoles las Azores. Esta primera derrota frente a España demuestra a las potencias navales europeas que España no puede ser vencida en enfrentamiento directo por lo que a Europa solo le queda una opción: la "guerra de guerrillas" naval. España no podía mantener un ejército en cada kilómetro de costa, por lo que era muy factible realizar ataques por sorpresa en lugares imprevistos. Aunque los ataque fueron numerosos, nunca pretendieron la conquista del territorio porque, simplemente, carecían de la fuerza suficiente. La guerra teminó en 1604 con un tratado en el que Inglaterra aceptaba el fracaso de su política inicial: eliminar la competencia y el predominio español que se alargaría por 300 años