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Momias y memorias

Dicen que el señor Rubalcaba es otro; que se ha "reinventado" para conservar la juventud, la belleza, la sabiduría, la inocencia y el poder. Una quimera muy vieja y muy actual, ésta de ser otro para seguir siendo el mismo. Una formidable ilusión que ha hecho correr ríos de tinta. Se entrega algo (Fausto: el alma; el señor R., al haberla empeñado hace tiempo, se desprende ahora del pasado) y se obtiene algo a cambio: un futuro para los propios apegos. Nadie más tercamente inmutable que la momia y el reinventado: un impostor de sí mismo.

La memoria, eso sí que es invención de la buena.

El protagonista de Un americano, de Henry Roth, es el popio Roth y, al mismo tiempo, es otro, un extraño que Roth encuentra mientras narra una pérdida, la de su esposa. El duelo le tienta con abandonarse a los humores y los achaques propios de un anciano de 89 años. Dejarse ir, esperar; si acaso, ultimar papeleos con el notario. ¿Puede hacer algo más? Escribir carece de sentido, le exige un esfuerzo sobrehumano a cambio de ¿qué? La muerte parece que afianza su reino. Pero el dolor puede ser también, como en esta novela, el punto de apoyo para preservar la vida, para elevarla de sus cenizas. ¿Cómo? Por el amor. Memoria y amor son aquí lo mismo. El amor desentumece al protagonista y tira de él hacia el relato. La memoria es la forma del amor del protagonista, que se convierte en otro para rescatar a su esposa de las garras de la muerte.

El relato se remonta a 1938, en lo más duro de la Gran Depresión. Roth había dejado a Ira, su alter ego, en los brazos y el apartamento de Edith, su amante y mecenas, al final de A merced de una corriente salvaje. Era 1927. Ahora, once años después, encontramos a Ira bloqueado en su arte y enamorado de M. (Muriel Parker, pianista y compositora, esposa de Roth durante cincuenta años, fallecida en 1990). Se conocieron en Yaddo, la colonia de artistas situada en Saratoga Springs, una selecta zona residencial de Nueva York en la que, entre otros, residió becada Carson McCullers.

Aparte de este episodio en Yaddo, que constituye el prólogo de Un americano, M. está ausente del resto de la novela. Mejor dicho: su presencia es la luz de un faro o el foco de inspiración del largo viaje que Ira hace para merecerla. Nueva York- Los Ángeles-Nueva York-Alburquerque. Miseria y soledad y más miseria en un camino de redención personal, en pos de una voz como escritor y una independencia económica que le hagan digno de M. Ira tendrá que enfrentarse a las losas que determinan su vida: la de Edith, su primera novia, poeta y profesora de literatura de la Universidad de Nueva York, que lo mantiene para que pueda escribir su primera novela, a cambio de ejercer un dominio asfixiante sobre él; el determinismo de ser un hijo de emigrantes judíos de Centroeuropa en lo más pobre de Harlem; el control del Partido Comunista, cuyos dirigentes denostan su arte, por "débil", "intelectual" y "pequeñoburgués"; la dependencia de Bill, su camarada y compañero de viaje en coche hasta Los Ángeles, un revolucionario analfabeto, resentido y violento, que desprecia las inquietudes literarias de Ira y le exhorta a escribir novelas pedagógicas sobre el heroísmo de la clase obrera; la losa de su propio bloqueo, una incapacidad que, en el caso de Roth, lo mantendrá en barbecho entre 1934, año en que publica su primera novela, Llámalo sueño, y 1979, en que empieza a escribir esa obra maestra de la narrativa del siglo XX que es la tetralogía A merced de una corriente salvaje, de la que Un americano, encontrada entre los papeles que Roth dejó al morir en 1995, puede considerarse como una quinta y definitiva entrega.

La muerte de M. desencadena el viaje de Ira por la memoria de otro viaje, el que él mismo realizó en busca de su independencia personal para entregar y merecer el amor. Un viaje que, después de todo, puede considerarse epítome de la singladura del pueblo americano en pos de la felicidad.

Una escena del prólogo muestra a Ira y M.  en su primera cita, contemplando una carrera de caballos en el hipódromo cercano a la colonia de Yaddo. Están fuera del recinto, pero pueden ver la carrera desde un alto del terreno, junto a una de las curvas de la pista. Cuando la carrera pasa frente a ellos, uno de los caballos cae y se rompe una pata. M. ha seguido el galope del resto y no se ha dado cuenta del accidente. Ira, en cambio, fija su atención, y hace que fijemos la nuestra, en el caballo caído. (La escena está contada con un dominio virtuoso del punto de vista, aunque parezca que todo fluye naturalmente). Una furgoneta se acerca al lugar donde el animal está caído, maltrecho, incapaz de levantarse. Salen dos operarios y sacrifican al caballo, disparándole. Ira concede un valor crucial a este episodio, al recordarlo desde la vejez. Descubre, en él, el lugar central de la pérdida en la experiencia humana. Para el público de la lejana tribuna del hipódromo, así como para la propia M., el incidente ha pasado inadvertido. Para Ira, en cambio, la observación de la vida significará, a partir de esa experiencia, la observación de los huecos abiertos por todo lo que se pierde.

"Utilizaré la tercera persona como si yo fuera otro", escribe Sergio Pitol en Una autobiografía soterrada, al rememorar un viaje a La Habana del joven que fue, en 1957. Ira, el protagonista de Un americano, también es el otro con respecto a Roth. La memoria nos descubre al otro que somos, ese extraño con una vida secreta que, al contarla, nos inventa y nos regala una vida con todo lo que la muerte nos quita. Para revivir, hay que darse al otro, dejar que nos invente.

Todo lo contrario que el "otro" Rubalcaba, criatura de este.

Los políticos entregan el pasado al olvido para salvarse a sí mismos. La memoria opera en el sentido inverso: exige nuestro sacrificio para rescatar de la muerte lo vivo y lo verdadero. Es un acto de amor, mientras que lo otro, la "reinvención" de adiposos ídolos, es una mala parodia de la momificación.

Les dejo con un fragmento de Un americano: el narrador, que no es Ira pero adopta su punto de vista,  evoca el carácter de M.

Lo he elegido por la riqueza de los matices psicológicos del personaje evocado; un buen ejemplo, creo, de cómo la memoria es capaz de ver detalles que pasan inadvertidos a la observación directa y de dar una vida nueva a alguien, simplemente contemplando los rasgos más profundos del carácter:

"Eso, en ella, consistía en un distanciamiento, parecido al de él (...), nada belicoso, triste, e incomparablemente tierno y sin arrogancia, sin postura fija, podría decirse, como el que mantenía él. En algún lugar, en algún momento a comienzos de la infancia, la niña apreció las primeras señales de la irreparable brecha entre la reverencia de clase alta, el sufrimiento cristiano y el aforismo... y la realidad de su comportamiento, actos, acuerdos. Así, ella misma le dijo a Ira: reconoció la hipocresía que arrugaba la tela de las muestras exteriores de bondad - tanto en sus padres como en los que estos tenían cerca- en el respetable Oak Park. Y padeció, sin ser nunca igual, oponiéndose, aunque sin rebelarse, a la campechana falsedad de los adultos, sin manifestar sus puntos de vista como hizo su hermana, Betty. En vez de eso, ella se guardó sus protestas hasta que éstas se reafirmaron en su interior, como un trasfondo de desencanto. Era eso, lo más probable, la enraizada conformidad, lo que proporcionaba a sus rasgos su aspecto distante, ecuánime".

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