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Pitoliana

I

Un escritor de 65 años se dispone a emprender su gran novela. Goza de fama, recibe cuantiosos adelantos de la editorial, tiene un estudio luminoso y aislado, no suena el teléfono, nadie le apremia: el mundo perfecto de cualquier artista. Adelante, pues. A por ello. La gran historia está ahí, tramándose desde el principio de los tiempos, contándose sola a través de generaciones. De alguna forma, tiene que extraerla de la roca informe del lenguaje, tal y como Miguel Ángel indica extraer las formas del corazón del mármol. Crear consiste en quitar, menos es más. Ah, cuántos años de torturado trato con las palabras, cuántas invenciones suntuosas y artificiales, antes de madurar una idea tan humilde y definitiva. Cuántos reconocimientos, cuántas tesis doctorales, cuántas reseñas en los suplementos literarios, cuántas ferias de Francfurt rematadas en los tugurios más depravados donde celebraba contratos de edición en cinco, seis, siete idiomas. Todo ese largo desvío de poses e imposturas desemboca en este día auténtico. Hoy es. Son las 6 de la mañana. Aún no ha amanecido. Venga. Abre su Molesquine nuevecito, tapas de cartón bruto sin tinte, hojas pautadas de una raya. Destapa su Montblanc Mëisterstuck, regalo de su editor tras vender a cinco países los derechos de una de sus colecciones de cuentos. Empuña la pluma con la mano izquierda, con ese gesto retorcido, doloroso e inútil típico de los zurdos. Al fin va a escribir la primera palabra de su gran novela: la invención de su propia vida.

II

Visito la exposición de Guirlandaio y otros florentinos en el Museo Thyssen. La mayoría de los retratos son de perfil. Mujeres detalladas hasta en las líneas de cada pelo de su cabeza, el minucioso brocado de sus vestidos, el tallado de sus joyas o la página del Libro de las Horas que están leyendo. Pero también: mujeres traslúcidas, inexpresivas, mujeres a las que les falta la mitad: perfiles de mujeres sin alma. Muy lejos aún de los pliegues del retrato psicológico del Papa León X pintado por Velázquez. Pienso en la realidad: en lo problemático que es apresarla con procedimientos realistas, y en lo difícil que es comprenderla desde distintas perspectivas de la experiencia. Lo representado siempre es otra cosa. Guirlandaio, como muchos pintores renacentistas, se sirve de la sección áurea para retratar (1488) a Giovanna Tornabuoni ataviada para su boda, una de las más fastuosas en la Florencia próspera e inspirada de los banqueros y los comerciantes. Sabemos casi todo lo que, cinco siglos después, puede saberse sobre aquel acontecimiento. Las crónicas, los documentos, la historiografía nos relatan con detalle la forma de vida de la clase acomodada a la que Giovanna perteneció. Su retratista aplica la técnica más avanzada de la época para representar fielmente a su mentora. Secciona la tabla con circunferencias, cuadriláteros y triángulos. Encaja meticulosamente la anatomía en esta jaula de geometría. Quiere dar con la alquimia de la proporción. Quiere atrapar a la divina garza. 

III

Nuestro escritor aún tiene suspendida la pluma. Está al acecho. Recuerda. Alguien, un crítico, le dijo hace años que hay una falla, apenas un hipo, un trastorno diminuto pero definitivo en sus novelas. Si fuera una orquesta, sería algo así como un continuo bajito de fagot, intruso durante toda la sinfonía. O como en algunas canciones de Arcade Fire, cuando algo (unos violines, una frase, un juego de voces) recuerda a otra canción de otra época. Se trata de los personajes. Tienden a una complejidad psicológica que no se corresponde con la simpleza de sus experiencias. Piensan como personajes de James y actúan como personajes de zarzuela. Sus héroes son siempre unos fracasados, lo cual es curioso, porque a él le ha ido estupendamente en la vida. Pertenecen a dos categorías: los que regresan a lugar de su infancia, derrotados los ideales, y hablan y hablan; y los que, igualmente derrotados los ideales, desaparecen en un cubil suburbano y malviven de la caridad (sin dejar de hablar, por supuesto). Sí, ahora lo sabe: para escribir su gran novela debe cambiar de estrategia. Debe dejar de hablar de lo que no sabe, lo que no ha visto ni vivido, lo que no es. Debe dar un giro radical a su obra. Escribirá una novela con el material de su propia experiencia: un libro de Batjin que acaba de leer sobre la fiesta en la Edad Media; un cretino al que recuerda de su época de universitario, un auténtico pelmazo narcicista, avaro y con menos sensibilidad que un bloque de hormigón, quien, sin embargo, llegó a obsesionarse con Dante hasta el punto de aprender italiano para leer y memorizar sus versos; también estará Gogol, autor predilecto del que, ahora le extraña, nunca ha imitado sus procedimientos de representación: la sátira, la caricatura, el exceso verbal. Hará unos retoques aquí y allí. El avaro pelmazo, que en realidad se llama José Rozas, se llamará Dante Ciriaco de la Estrella. Y su pasión por Dante Alighieri se convertirá en pasión por Gogol. De alguna forma, tendrá que enlazarlo todo con el espíritu de la fiesta descrito por Batjin: puro atavismo inscrito en nuestros genes. La fiesta como representación del mundo que nos libera de la naturaleza. La fiesta como institución natural anterior al lenguaje, a la religión, a la política, anterior a todo. Dante C. de la Estrella, nuestro repelente anti-héroe, se verá arrastrado a una fiesta desenfrenada y terminal, que le cambiará y gobernará su relato. Ya está. Ya puede ver la experiencia girando como un tiovivo ante sus ojos. No habrá sección áurea. No habrá proporciones. Todo será exagerado, vitriólico, caricaturesco, fantasmagórico, desopilante, histriónico. Subvirtiendo a Shakespeare: la comedia, y no el drama, será el lazo en el que atraparemos, no la conciencia del rey, que es una cosa sin ningún misterio (ya se sabe que todos son unos asesinos), sino la conciencia de la vida, la divina e indómita garza.

IV

Cierro por tercera vez en mi vida Domar a la divina garza. Esta edición de El Tríptico del Carnaval de Sergio Pitol me ha acompañado a Roma, a Veracruz. Ciudades santas, ciudades prostibularias marcando la latitud de las contradicciones. Ahora la revivo en esta tarde de agosto, junto a una piscina en Chinchón que empieza a llenarse de risas adorables. Es una ley moral observarlo todo atentamente. Demorarse. Alguien debe recordar que fue real. Que ocurrió de verdad. Algunas son casi tan hermosas como Giovanna Tornabuoni. Pero son reales, están aquí y ahora, y, por eso mismo, son indomables. Jamás depondrán su secreto. Al recordarlas, ya no están, son otra cosa. Estoy pensando en Arcade Fire, en una historia que creo haber leído o escuchado sobre por qué se llaman Arcade Fire. Quizá sólo lo soñé. No estoy seguro. Un adolescente pasó tanto tiempo jugando con su Atari, que el televisor se le incendió cuando iba por la pantalla nosecuántas de Space Invaders. Igual no fue así exactamente. Así es como recuerdo haberlo leído o soñado. Pero igual no fue así. El televisor ardiendo por jugar demasiado. La vida consumida en su propia imagen. La única forma de meter en cintura a la divina garza de los c.

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comentarios
1 crico, día

Magnífico texto Victor! Ya ví que ayer por la tarde, En Casa de Herrero, te acompañaba un libro y que según me dijo amablemente Nuria es el dee Pitol. Picada por la curiosidad, esta mañana me dirigí a la biblioteca y me hice con el "Vals de Mefisto". Lo comencé a leer y me parece un viaje increible por lugares y épocas. Ha sido un descubrimiento para mí.