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José García Domínguez

La melancolía de los karlistas

Pese a morar en las antípodas, a unos y otros, carlistas y karlistas, los une el mismo rechazo romántico e irracionalista de la Modernidad.

Uno de los tópicos sobre Cataluña que a fuerza de haber sido repetidos un millón de veces se acaban convirtiendo en verdades evidentes para el saber convencional es el que sostiene que el micronacionalismo local de esas demarcaciones del noreste de la Península procede históricamente del carlismo. Una atribución que simplemente es falsa. Porque tienen razón los cuatro o cinco carlistas que aún quedan vivos y ejercen como tales cuando se quejan de que se les endose tal parentesco intelectual con el separatismo indigenista contemporáneo. Una cosa es que coincidan los territorios, esencialmente los rústicos y del interior de Cataluña, donde lograrían mayor arraigo social esos dos movimientos retrógrados, y otra bien distinta es que hubiese alguna línea de continuidad política entre uno y otro. El carlismo vindicó en lo esencial una idea arcaica de España. Mientras que el karlismo, facción emergente dentro del nacionalismo pedáneo que se reconoce en el esencialismo fundamentalista que personifica al carismático modo el Payés Errante, remite a una idea igual de arcaica, pero en su caso de la anti-España.

El viejo carlismo del XIX y el novísimo karlismo del XXI nada tienen que ver en cuanto a las distintas obediencias nacionales en las que se reconocerían unos y otros, pero sí comparten, en cambio, idéntica matriz emocional y sociológica. Carlistas y karlistas sorprenden por reunir en sus respectivos senos a una heterogénea amalgama de orígenes sociales. Acaso el rasgo más atractivo desde el punto de vista puramente estético y literario del carlismo fuese su carácter en extremo popular. El legitimismo levantisco decimonónico agrupaba a una inopinada amalgama de aristócratas y de campesinos paupérrimos. Insólita promiscuidad contra natura entre los de más arriba y los de más abajo que terminó llevando al movimiento más reaccionario y carpetovetónico de su tiempo a abrazar el modelo del socialismo autogestionario de la Yugoslavia comunista del mariscal Tito. Igual que los karlistas, esa quintaesencia en el tiempo presente de las capas más conservadoras, paniaguadas y tradicionalistas de la Cataluña profunda, que acaba de proponer como candidato a la presidencia de la Generalitat a un viejo profesional de la agitación callejera procedente de las filas de Iniciativa per Catalunya, la marca electoral que sucedió al difunto PSUC. El saltarín Sánchez, por más señas.

Y es que, pese a morar en las antípodas, a unos y otros, carlistas y karlistas, los une el mismo rechazo romántico e irracionalista de la Modernidad. Carlistas y karlistas, por encima de cualquier otra consideración accesoria, lucharán, cada uno en su instante, contra la Historia. Porque sus respectivas utopías estaban instaladas, están instaladas, en el pasado. Los carlistas siempre soñaron con volver a reinstauran el orden periclitado del Antiguo Régimen, la comunión corporativa, jerárquica, orgánica y teocrática de un mundo muerto. Y los karlistas viven poseídos por la distopía ucrónica de recrear en el universo tangible y real una Cataluña idealizada, la homogénea lingüística, cultural, espiritual y antropológicamente que ellos no han conocido, la que seguramente nunca existió. Los carlistas rechazaban tanto la Revolución Francesa como el ferrocarril y la máquina de vapor. Y los karlistas no pueden admitir el cambio demográfico crítico e irreversible que llevaron asociadas las migraciones hacia Cataluña de personas procedentes de otros rincones de España que tuvieron lugar a lo largo de la primera década de los años sesenta del siglo XX. Desde entonces, andan enfermos de melancolía, una enfermedad del espíritu para la que aún no se conoce cura. No quieren entender que el pasado es otro país. Pero lo es. Aún tendremos que combatirlos en unas cuantas batallas más, sí, pero esta guerra ya la han perdido. Y los más inteligentes de ellos lo saben. Claro que lo saben. Ellos sí, pero el Payés no.

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