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El pajarito que mató a Gramsci

Antonio Gramsci fue uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano y, para algunos, el más importante pensador marxista después de Lenin. En sus reflexiones, muchas de ellas escritas en la cárcel donde le encerró el régimen de Mussolini, Gramsci trató de adaptar la práctica política leninista a la realidad de los países occidentales. No era lo mismo intentar tomar el poder en un país aun no democrático, aun semifeudal y con amplias masas campesinas depauperadas, como Rusia, que en una Italia o una Francia mucho más avanzadas económicamente, con una naciente cultura democrática y con una clase media mucho más desarrollada.

Es Gramsci quien teoriza toda la estrategia de conquista del poder, no a través de la lucha directa, sino mediante la apropiación de la cultura, como refleja muy bien una de sus citas: "La conquista del poder cultural", decía Gramsci, "es previa a la del poder político y esto se logra mediante la acción concertada de los intelectuales llamados ‘orgánicos’ infiltrados en todos los medios de comunicación, expresión y universitarios". Si analizan Vds. la historia del comunismo occidental en las últimas décadas, comprobarán que es Gramsci, más que Lenin, quien inspira su actuación.

La influencia de Gramsci se ha extendido, por supuesto, más allá de las fronteras del comunismo militante. "Tomen la educación y la cultura y el resto se dará por añadidura", resumió el propio Gramsci, y esa frase la podrían suscribir perfectamente desde los actuales líderes de Podemos a los movimientos de la corrección política en cualquier país de Occidente, pasando por los separatistas que han hecho de Cataluña un auténtico laboratorio de ingeniería social.

De hecho, hace aproximadamente cinco décadas que el campo de batalla ideológico se trasladó definitivamente de la arena electoral a la cultural, cosa que el conservadurismo no supo entender. Y el resultado de ello es que la izquierda cultural se ha hecho hegemónica. Es verdad que en el camino ha sufrido una transformación que la ha convertido en irreconocible, en una no-izquierda, pero eso es otra historia.

Les cuento todo esto porque lo importante de la revolución que estamos viviendo es, precisamente, que viene a decretar la muerte de Gramsci. Volvamos a fijarnos en la frase que citaba al principio: "La conquista del poder cultural… se logra mediante la acción concertada de los intelectuales… infiltrados en todos los medios de comunicación, expresión y universitarios".

Cuando Gramsci escribió esa frase, tenía todo el sentido: la formación de la opinión pública tenía unos cauces limitados y su ocupación garantizaba la hegemonía cultural. ¿Pero qué sentido tiene hoy en día, cuando cualquier blogger o instagramer tiene más influencia que un catedrático de universidad, o cuando muchos tuiteros llegan a más gente que casi cualquier medio de comunicación tradicional? Las televisiones siguen conservando un resto de influencia, pero cada vez menor, como atestigua la elección de Trump en Estados Unidos.

Ya lo comenté en otro artículo en una ocasión: el nacimiento de las redes ha supuesto la muerte de los intermediarios de la información y la cultura. Los medios de comunicación tradicionales han dejado de ser ‘medios’, han dejado de ser los cauces imprescindibles de comunicación entre políticos y ciudadanos. Los medios han sido sustituidos por un ágora digital, donde todos los ciudadanos tenemos la misma voz.

Ya no hay nada donde infiltrarse para conquistar la hegemonía cultural, porque cada ciudadano es ya su propio medio de comunicación. Y eliminada la posibilidad de infiltración, ya no es posible tampoco esa "acción concertada de los intelectuales orgánicos" de la que Gramsci hablaba como herramienta de conquista del poder.

Gramsci ha muerto. Y se ha llevado a la tumba la hegemonía cultural de la izquierda. A uno y a la otra los ha matado a picotazos un pajarito llamado Twitter.

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